En su ensayo sobre Robert Louis Stevenson (publicado por Pre-Textos en 2001, y traducido nada menos que por Aquilino Duque), Chesterton se interesa por la filosofía inherente a la literatura de Stevenson, y sostiene que en el arte del autor de La Isla del Tesoro hay una lección moral “de importancia real para el futuro de la cultura europea y para la esperanza que ha de guiar a nuestros hijos”. ¡Como para no hacerse a la mar a bordo de la Hispaniola, junto con Jim Hawkins, el doctor Livesey, el caballero Trelawney y Long John Silver!
Chesterton defiende la tesis de que la filosofía discernible en los libros de Stevenson coincide, sin que el propio Stevenson lo pretenda, ni sea consciente de ello, con la filosofía cristiana, de ahí que diga que “Stevenson era un teólogo cristiano sin saberlo”.
Con su característico estilo envolvente, Chesterton explica que la obra de Stevenson constituye una reacción romántica contra la corriente de pesimismo, nihilismo y decadentismo que enarbolaba su triunfante bandera negra en la Europa de finales del siglo XIX. Y contra el pesimismo, contra la decadencia representada por los artistas decadentistas, y contra la sombra de Schopenhauer, la bandera que levanta con energía Robert Louis Stevenson es “un Emblema Moral”.
En la literatura de Stevenson no sólo hay un anhelo profundo de felicidad, sino también una defensa vital de la posibilidad de la felicidad. Stevenson escapa de la cárcel del pesimismo al que sus contemporáneos son conducidos gracias a la lección aprendida para siempre en la infancia, en el hogar de su infancia en Edimburgo, “una casa envuelta en oro de cuento de hadas”, y, en concreto, en el cuarto de los niños, donde Stevenson había aprendido a creer en “la poesía de la vida”.
Lo esencial de la obra de Stevenson, el espíritu especial de Stevenson, según Chesterton, es esa defensa de la posibilidad de la felicidad, de la dicha luminosa, de la poesía de la vida, de la bienaventuranza, que se identifica con la infancia, con la pureza, la inocencia, la alegría, el júbilo de la infancia.
En unas páginas emocionantes, llenas de belleza, Chesterton cuenta que Stevenson fue “un hombre obsesionado por una canción, siempre en busca de las notas rotas de una melodía perdida, que él mismo llamaba la nota del ruiseñor devorador del tiempo”, y que sólo los niños oyen bien.
Pero la posibilidad de la felicidad no se encuentra para Stevenson en una Arcadia irrecuperable, en una Edad de Oro a la que no es posible regresar, sino en una forma de entender la vida que no ha olvidado la lección aprendida de corazón en el cuarto de los niños, cuyo símbolo es un teatro de juguete, que toma su nombre de la figura del misterioso Sr. Skelt (un personaje inventado por Stevenson), de tal manera que la filosofía de Stevenson recibe el nombre de Skeltery.
“Stevenson describía el reino de los cielos y lo llamaba Skelt”, dice Chesterton. La verdad que Stevenson descubrió en el cuarto de los niños, jugando con un teatro de juguete, y la lección moral que Chesterton encuentra en su literatura de colores puros, coincide con la honda verdad que los pastores y los Reyes Magos descubrieron hace mucho tiempo ante un pesebre (en otro cuarto de los niños, en “una casa [aquella también] envuelta en oro de cuento de hadas”): “Si no os hacéis como niños no entraréis en el Reino de los Cielos”.
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