domingo, 30 de marzo de 2025

Las musarañas



De los tiempos en que leí a Lévi-Strauss, me queda el recuerdo de la imagen de un palacio arrastrado por un río, que tiende a desmantelarse, y cuyas partes se disponen de manera diferente a como fueron concebidas, a causa de las corrientes, los estrechos y las aguas muertas. Al cabo de los años, el recuerdo de Lévi-Strauss se ha difuminado hasta casi desvanecerse, pero la imagen del palacio arrastrado río abajo me ha venido a la mente de forma imprevista tras volver a leer Las musarañas, de José Antonio Muñoz Rojas.

“A cada uno le es dado y arrebatado una vez en la vida su paraíso”, dice Muñoz Rojas en una de sus páginas. Las musarañas (1957) es la rememoración no sólo del paraíso de la infancia del autor en Antequera, sino también del paraíso de un mundo antiguo, un mundo como un palacio encantado que sería arrastrado por un río, un mundo “ancho, nimbado de hermosura, estremecedor”, un mundo lleno de misterio, un mundo hecho de nombres, “y detrás del nombre —oh magia— el hombre”. Un mundo en cuyo centro hay una casa de la que Muñoz Rojas volvería a hablar de forma emocionante en La gran musaraña: “Respirar el aire de siglos de la casa, los misterios de sus cuartos o los rincones de su jardín, enriqueciéndola, con historias familiares o recitándome los primeros versos que oí, fueron la tierra donde eché unas raíces de las que aún vivo”.

Aquilino Duque escribió sobre “el buen estilo y la buena memoria” de Muñoz Rojas, “tan patente en La gran musaraña, [y que] latía ya en Las musarañas”. La belleza, la alegría y la paz que traslucen las páginas de Las musarañas radican en que lo evocado, así como las palabras exactas utilizadas por Muñoz Rojas, conforman un orden (un cosmos) en el que todo está en sazón, es decir, en su momento de plenitud. Las palabras son tan antiguas como el mundo antiguo al que pertenecen (el mundo tal y como era antes de que el palacio fuese arrastrado por el río), y están dichas con tal naturalidad, de manera tan cabal, que parecen recientes: como la candela en los inviernos, como las noches en los veranos.

Recuerdo a Belén Muñoz Rojas diciéndonos a sus compañeros de la universidad que su abuelo acababa de ganar el Premio Nacional de Poesía con un libro que llevaba por título Objetos perdidos. Yo no había oído hablar nunca del autor de Las musarañas, y las palabras de su nieta me hacían pensar en él antes como abuelo que como poeta. ¡Quién me iba a decir a mí que iba a llegar a amar de tal forma los libros de José Antonio Muñoz Rojas!


martes, 18 de marzo de 2025

Hace mucho, mucho tiempo


En el ensayo “Sobre los cuentos de hadas”, J. R. R. Tolkien recuerda el cuento “El arbusto de enebro”, de los hermanos Grimm, que leyó por primera vez siendo niño, y que comienza con las preceptivas palabras rituales con las que comienzan no pocas historias: “Hace mucho, mucho tiempo”. Tolkien confiesa que la belleza y horror de dicho cuento le han acompañado desde la niñez, pero, también, que “el aroma de ese cuento que más particularmente se ha demorado en [sus] recuerdos no es la belleza ni el horror, sino la distancia y [el] abismo enorme de tiempo” a que aluden dichas primeras palabras. Para explicar el efecto que dicho cuento provocó en él, Tolkien aduce que “la antigüedad ofrece en sí misma cierta atracción” (y que historias como “El arbusto de enebro” “abren una puerta a Otro Tiempo, y si la cruzamos, aunque sólo sea por un instante, nos quedamos fuera de nuestra propia época, acaso fuera del Tiempo mismo”).

Las historias sucedidas hace mucho, mucho tiempo, al igual que los objetos antiguos, poseen de por sí una belleza especial, y están rodeadas de un aura que puede ser definida con las palabras que utilizó Walter Benjamin en su ya clásico ensayo “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”: “¿Qué es el aura propiamente hablando?”, se preguntaba Walter Benjamin. A lo que respondía: “la aparición irrepetible de una lejanía”. Siguiendo con Walter Benjamin, podemos decir que las historias sucedidas hace mucho, mucho tiempo tienen un “modo áurico de existencia” (que, por lo demás, “nunca queda del todo desligado de su función ritual”). En la memoria de Tolkien, el cuento “El arbusto de enebro” estaba envuelto en un aura, ligada no sólo al carácter ritual que tienen todos los cuentos infantiles, que se pone de manifiesto en la necesidad de su literalidad, sino también a la aparición de una lejanía temporal, de un abismo enorme de tiempo, provocada por las preceptivas palabras rituales con las que comienza la historia: “Hace mucho, mucho tiempo”.


lunes, 3 de marzo de 2025

Las cosas del campo


En Echar raíces, Simone Weil sostiene que “el orden” es “la primera necesidad del alma humana”, y que amamos la belleza del mundo porque en él “una infinidad de acciones mecánicas independientes concurren para constituir un orden que permanece fijo a través de la variación”. Asimismo , explica que la belleza (también, por supuesto, la de las auténticas obras de arte) implica siempre las ideas de orden, variación y equilibrio, a imagen y semejanza de lo que ocurre en el universo (la primera obra de arte, o la obra arte por antonomasia), donde “innumerables fuerzas [...] se combinan en equilibrio y concurren en una unidad en virtud de algo que no comprendemos, pero que amamos, y a lo que llamamos belleza”. De todo ello se sigue que la belleza no es una convención, sino que es eterna, porque no se puede modificar a voluntad, sino que responde a una necesidad eterna del alma, y que en el amor a la belleza se trasluce el amor al bien que “arde perpetuamente dentro de nosotros”.

La belleza de Las cosas del campo, de José Antonio Muñoz Rojas, es la belleza de una sinfonía llena de misterio, en la que las gentes son parte de la tierra misma, en la que todo gira siguiendo un orden, en la que vuelve la primavera como vuelven los abejarucos, en la que la variedad contribuye a la belleza (“que por variar es hermoso el mundo”), en la que las cosas alcanzan su plenitud, en la que todo se estremece en su momento justo. El campo es “una inmensa caja de secretos” que hay que saber ver, un gran corazón que palpita acompasado con el corazón del hombre, un agua que sacia la sed que “arde perpetuamente dentro de nosotros”, pero que impulsa más allá, porque en su belleza hay también “una llamada eterna a la belleza”.

La belleza de las cosas está también en la belleza de las palabras con las que las nombramos. El habla de las gentes del campo posee lo que Joseph Conrad, escribiendo sobre el lenguaje marítimo, llamó “la claridad, la precisión y la belleza del habla más perfeccionada”. “Me quedo yo pensando maravillado de la justeza de la expresión de estos labios”, dice el poeta. Y así es como nos quedamos nosotros ante Las cosas del campo, y ante la belleza del acervo lingüístico, donde cada cosa tiene un nombre lleno de gracia como “cada árbol tiene su sazón”. Ahí están las trojas, los lindazos y las veredas. Ahí están los nombres de las yerbas ignoradas: “¡Oh, jaramagos, lenguazas, zapaticos, nazarenos, ignoradas yerbas del campo!”. Ahí están los pájaros vivos cuyos nombres colman el libro de belleza “como [...] cuando viene un estremecimiento a colmar una plenitud”: golondrinas, vencejos y tórtolas, alondras, alcaravanes y abejarucos.

En La gran musaraña, las memorias de José Antonio Muñoz Rojas, se nos da la clave de aquello que arraigó en los primeros años de la vida del poeta, y que dio su fruto en Las cosas del campo, escrito entre 1946 y 1947 en la Casería del Conde (la casa de la que Andrés Trapiello dijo en unas páginas preciosas de sus diarios que era “la casa de campo más bonita que haya visto jamás”): “Toda esa entrega diaria era un milagro”, dice Muñoz Rojas, “un descubrimiento y un hallazgo. A veces una delicia, a veces un escozor. No se preguntaba todavía el porqué de todo esto porque la entrega de la vida parecía tan normal, que no cabían interrogaciones, sino simplemente aceptación”.

Ante el milagro de las cosas del campo, ante el estremecimiento de tal entrega, de tal “sazón de todo”, de “tanta gracia y brío”, el poeta recurre asombrado, maravillado, a la exclamación, que es al mismo tiempo canto, celebración y agradecimiento, es decir, Poesía: “¡Oh acebuches! ¡Oh coscojas! [...] ¡Oh silvestre libertad!”, “¡Alegría de los álamos blancos era el verano!”, “¡Oh viejo olivar! [...] ¡Cuánta belleza!”