domingo, 20 de octubre de 2024

La cabeza de Tomás Moro


“La cabeza de Tomás Moro”, de Mario Míguez, arranca con una analogía entre Margaret Roper, que rescata en secreto la cabeza de su padre de la pica en la que ha sido clavada en el Puente de Londres, y en la que ha permanecido expuesta durante un mes, y Antígona, que da sepultura sin ser vista al cadáver de Polinices a las puertas de Tebas.

Se proyecta sobre la imaginación del lector la imagen de quien representa la obediencia a “las leyes no escritas e inquebrantables de los dioses” antes que a las leyes de los hombres, y, por lo tanto, la obediencia a la ley moral antes que a la fuerza, y se sugiere un paralelismo entre la negativa de Antígona a acatar la ley decretada por Creonte, y la negativa de Tomás Moro a jurar el “Acta de Supremacía” por fidelidad a la propia conciencia.

El núcleo del poema lo constituye la plegaria que Margaret pronuncia sobre el Puente de Londres mientras abraza contra su pecho la cabeza recién rescatada de su padre envuelta en un trozo de sarga.

Mario Míguez escribe versos de una belleza, de una hondura y de una potencia expresiva concentrada admirables.

Margaret le pide a Dios que extinga el rencor que siente contra Enrique VIII (“Enrique, el rey blasfemo, el torpe adúltero”), contra los hombres de la corte que rodean al rey (“¡Las huestes y ministros del infierno / se parten Inglaterra a dentelladas!”), contra Cromwell (“Cromwell, el demoniaco”) y contra Lutero (“hereje, / que iniciaste esta negra contradanza”).

Se duele de unas palabras de Erasmo de Rotterdam, así como del consejo que algunos maledicentes sostienen que Luis Vives le dio a la reina Catalina de Aragón, y pronuncia unas palabras inolvidables de menosprecio de los sabios que se olvidan del alma, que traicionan la verdad y que pactan con el mundo (“¿De qué nos vale, pues, todo saber / si al final traicionamos la verdad? […] ¿Qué sois mil sabios ante un hombre santo? / Un santo vale más que cien mil sabios…”).

El contacto directo con la fuerza que ha llevado a Tomás Moro a permanecer encerrado catorce meses en la Torre de Londres, y a morir al final ejecutado bajo el hacha del verdugo el 6 de julio de 1535, ha dejado el alma desgarrada de Margaret pegada a la plegaria. A punto ha estado de dejar su cuerpo desvalido convertido en piedra, tal y como Simone Weil dice que el imperio de la fuerza puede dejar a los hombres petrificados.

El poema, como el Puente de Londres, como “el Támesis gris que pasa herido”, como los ojos de Margaret cerrados por la niebla de las lágrimas, está envuelto en una atmósfera gris. Los endecasílabos discurren cadenciosamente con un ritmo lento, como las aguas lentas, oscuras y moribundas del río Támesis. Pero el endecasílabo da paso al alejandrino cuando la intensidad expresiva se acrecienta (“Escúchame tú, Dios… Dame fuerzas tú, Cristo…”) ¡Y cómo se cargan de sentido las interrogaciones, las exclamaciones y los puntos suspensivos, los apóstrofes y las interjecciones, en esta plegaria vehemente llena de dolor!

Mario Míguez llama Meg a la hija de Tomás Moro, “Margarita, la dulce y tierna Meg”, tal y como el propio Tomás Moro llamaba a su amada hija. ¡Qué ocasión para volver a leer las cartas escritas desde la Torre de Londres, y las “daughterly loving letters” que la hija escribe a su padre preso!

En el poema “Care pater”, Mario Míguez se había preguntado “¿Qué es el amor filial, cómo se prueba?”, y había presentado a tres figuras como modelo de dicho amor filial: Antígona, que “guía a Edipo ciego”, Eneas, que “lleva a Anquises / anciano y derrotado a sus espaldas”, y Ruth, que “es siempre fiel a Noemí / sin pensar un instante en el mañana”. En La cabeza de Tomás Moro, Margaret Roper es también un modelo de amor filial, porque hace vida lo aprendido de su padre.

Como Antígona, la hija de Tomás Moro no está hecha para compartir el odio, sino el amor. Margaret le pide a Dios la gracia para perdonar a los verdugos de su padre (“¡Oh, extingue en mí, Señor, este rencor!”), y la oración de Margaret obtiene respuesta, porque, como dice el Evangelio, “todo cuanto orando pidiereis, creed que lo recibiréis y se os dará”.

sábado, 12 de octubre de 2024

Un vaso de agua purísima


Dámaso Alonso tardó cuarenta años en terminar de escribir el libro La “Epístola moral a Fabio”, de Andrés Fernández de Andrada. Edición y estudio, publicado en 1978 en la benemérita Biblioteca Románica Hispánica, de la editorial Gredos. La semana pasada tuve la suerte de encontrar un ejemplar de dicha obra en una de las casetas de la Feria del Libro Antiguo del Paseo de Recoletos. ¡Qué tarde más bonita hacía para pasear por las calles de Madrid acompañado de un amigo, y cómo cae la lluvia ahora al otro lado de la ventana!

Dámaso Alonso es el mejor lector de la Epístola moral a Fabio, de Andrés Fernández de Andrada, y su obra no sólo es fruto de una labor de investigación concienzuda, sino también un testimonio elegantísimo de amor a la poesía, al estudio de los documentos del pasado y al trabajo bien hecho.

Dámaso Alonso coteja todos los manuscritos de la Epístola hallados hasta la fecha, ofrece argumentos sólidos para identificar al autor de la misma, e investiga sobre la vida de Andrés Fernández de Andrada (sin dejar de asomarse a las ramificaciones a que toda vida da lugar). No sólo expone los resultados de la pesquisa, sino que también cuenta el proceso de la misma, de tal forma que la lectura nos sumerge en una historia de investigación detectivesca (donde no faltan los descubrimientos de última hora que obligan a rehacer el trabajo previo), así como en un mundo fascinante de archivos, bibliotecas, manuscritos antiguos, legajos de papeles, documentos del siglo XVII (y nombres de gran solera, como los de los poetas del Siglo de Oro, y otros de personajes secundarios llenos de misterio, como Sir Thomas Phillipps, o el Duque de Gor), que hace las delicias del lector (y que yo tuve la oportunidad de saborear de la mano de Pablo Jauralde en los tiempos en que él andaba enfrascado en la escritura de la biografía de Francisco de Quevedo).

El libro incluye un capítulo dedicado al análisis del estilo del poema, en el que se pone en relación el ideal estilístico de la Epístola con el ideal vital que propugna, y que transmite el placer que producen la belleza, la concisión, la plenitud y la serenidad de los versos maravillosos de Andrés Fernández de Andrada. “La Epístola es un vaso de agua purísima que apuramos deliciosamente”, dice Dámaso Alonso. “Es como agua y de agua, como aire y de aire”.

Dámaso Alonso escribe sobre la Epístola moral a Fabio páginas de una belleza, de una lucidez y de una inteligencia sobresalientes: “Todo cayó en su sitio justo y con las palabras precisas y exactas que lo tenían que decir. No hay en toda la literatura española otro poema con estos rasgos de serenidad, de contención, de precisión, de felicidad conceptual y expresiva”.

Simone Weil escribió unas palabras que recuerdan a las de Dámaso Alonso, y que nos llevan a considerar que la Epístola moral a Fabio es un poema perfecto: “Cuando es posible explicar un poema diciendo que el poeta ha introducido una determinada palabra en un determinado lugar buscando producir este o aquel efecto, por ejemplo una rima consonante, o una aliteración, o cierta imagen, etc., entonces es que estamos ante un poema de segundo orden. De un poema perfecto no es posible decir nada, salvo que la palabra está colocada ahí donde está y que resulta absolutamente apropiado que esté ahí”.

De Andrés Fernández de Andrada se conservan tan sólo tres escritos: la Epístola moral a Fabio, un fragmento de un poema titulado “Silva a la toma de Larache”, y una carta familiar fechada el 15 de julio de 1596, sobre la toma de Cádiz a mano de los ingleses (episodio que da pie al arranque de la novela ejemplar La española inglesa, y al famoso soneto burlesco, también de Cervantes, “A la entrada del duque Medina Sidonia en Cádiz”), y escrita en Sanlúcar de Barrameda, en cuya defensa contra un posible ataque de los ingleses participa el entonces joven capitán Andrés Fernández de Andrada con el arcabuz en la mano.

La Epístola moral a Fabio constituye un canto a la amistad tal y como la entendían los antiguos, a quienes “la amistad les parecía el más feliz y más plenamente humano de los amores: coronación de la vida y escuela de virtudes” (C. S. Lewis).

Dámaso Alonso rinde un homenaje a la amistad que unió a Andrés Fernández de Andrada y al Fabio a quien se dirige la Epístola, identificando a éste como don Alonso Tello de Guzmán, pretendiente en corte, y contando la historia que lleva al poeta sevillano a acompañarlo en su viaje a América, a permanecer junto a él hasta la muerte del amigo en 1623 en San Luis de Potosí, y, finalmente, a morir él mismo en la indigencia en torno a 1648, en Huehuetoca (“en suma pobreza, de suerte que se enterró de limosna”, según palabras de su albacea).

“Acaso sea la Poesía la cima más extraordinaria del espíritu humano”, dice José María Álvarez en el prólogo a su traducción de los sonetos de Shakespeare. Acaso la Epístola moral a Fabio, de Andrés Fernández de Andrada, sea una de las cimas más extraordinarias de la Poesía. Dámaso Alonso escribió una obra admirable que le rinde un homenaje maravilloso, digno no sólo del autor de Poesía española y de Hijos de la ira, sino también del autor de la propia Epístola moral a Fabio.