martes, 21 de enero de 2025

Tras el humanismo


El humanismo parte de una premisa: que la humanidad no es algo dado, sino que constituye un ideal de perfección moral (de ahí que Erasmo dijese que uno no nace hombre, sino que se convierte en hombre: Homo fit, non nascitur), y concibe la educación como educación del carácter, es decir, como el aprendizaje de las virtudes morales, y como el esfuerzo por parte del hombre por alcanzar dicho ideal de perfección moral.

G. K. Chesterton explicaba de una forma deslumbrante que un hombre es un hombre en un sentido radicalmente diferente a como cualquier otro ser de la naturaleza (por ejemplo, un cocodrilo) es lo que es: «Si quisieras disuadir a un hombre de que bebiera su décimo whisky, le darías una palmada en la espalda y le dirías: “Sé un hombre”. Nadie que quisiese disuadir a un cocodrilo de que se comiera a su décimo explorador le daría una palmada en la espalda y le diría: “Sé un cocodrilo”».

En Tras el humanismo, Rémi Brague entiende el humanismo como «un esfuerzo del hombre por estar a la altura de su propia humanidad», y explica que entraña una antropología, es decir, una reflexión acerca de aquello que hace al hombre ser hombre (la cuestión de la esencia), y que exige no sólo un ejercicio intelectual sino también una disciplina práctica.

La antropología cristiana afirma que Jesucristo «llevó la humanidad del hombre a su plena realización», y que, por lo tanto, encarna el ideal de perfección moral que el hombre debe imitar para convertirse en quien realmente está llamado a ser. De acuerdo con esto, y con la premisa de que parte el humanismo, Rémi Brague sostiene que nosotros «no somos más que hombrecillos en vías de humanización», y que «cada hombre ahora vivo o muerto [es] un esbozo de “quien ha de venir”».

Rémi Brague explica que la antropología cristiana es excéntrica, porque presenta un modelo de hombre a imitar exterior a sí mismo, y radicaliza el ideal educativo clásico, porque, a diferencia de los studia humanitatis, «el modelo no es una persona humana, sino la imagen para la que fue creado todo ser humano». De ahí que concluya que «una antropología verdaderamente cristiana es una cristología», y que «cualquier otro tipo de antropología no es más que una descripción provisional del hombre caído», y, por lo tanto, «es radicalmente inadecuada».

Rémi Brague hace una crítica del «humanismo excluyente», o «humanismo ateo» (que no tolera ningún modelo de excelencia por encima del propio hombre), del «proyecto moderno de crear un “hombre nuevo” por medios humanos» (que se remonta a Hobbes, en el siglo XVII, a Rousseau, en el siglo XVIII, y que desemboca en el transhumanismo), y del «humanitarismo» (entendido como amor a la humanidad global en abstracto, «olvidando o descuidando voluntariamente los niveles intermedios de la familia y la nación»).

El ser humano está inacabado, pero es incapaz de convertirse por sus propios medios en quien realmente está llamado a ser, de ahí que dependa de la gracia de Dios. Ahora bien, está dotado de logos, lo que le permite estar abierto a la Palabra de Dios, comprender la ley moral, conocer la idea profundamente optimista que Dios tiene del ser humano, y descubrir su verdadera vocación.


lunes, 20 de enero de 2025

Alfanhuí


En el campo tiene Alfanhuí su querencia, porque es el sitio donde se ha criado. El campo representa lo abierto (el horizonte, “el gran arco de colores”), la naturaleza (el regazo de plantas y animales), la alegría (a Alfanhuí “tan solo parecían brillarle los ojos de alegría cuando se montaba en el trillo y hacía mover los caballos a restallidos de látigo”) y la concordia entre los hombres, las plantas y los animales. El campo es, asimismo, el ámbito donde se ampara lo viejo y lo inútil, representado por “aquella noble costumbre de que vivieran los bueyes que ya no araban, de que fuera respetada su vejez [...]. Inútiles los bueyes, el boyero inútil, inútil la aguijada [...]. Todo era gentileza de pueblo viejo”. Y Alfanhuí, un niño de campo, asilvestrado, es, a su vez, la representación viva de todo aquello que el campo representa.

La ciudad tiene dos caras: una, viva, y otra, muerta. La cara viva de la ciudad “yacía y respiraba”, y, como la señorita Flora, pintada sobre la fachada de una casa, siente añoranza del campo: “¡Qué melancolía!”, mira hacia los trigales amarillos, y sueña con los jardines y las arboledas de Aranjuez, y con el río Tajo. Es un lugar donde todavía tiene cabida la vida vegetal (los “geranios en los balcones”, las “coles y lechugas” “entre el agua sucia de un huerto”) y la vida animal (los “rebaños de ovejas churras en los solares de la Guindalera”, las cucarachas que “invadían las cocinas”, los gecos, que tenían su guarida en los aleros de los tejados, y la cabra atada al picaporte de la puerta del cuarto de baño de la pensión de doña Tere).

La cara muerta de la ciudad, como don Zana, que es una marioneta, y que “bailaba [...] sobre los ataúdes” de tal manera que sonaba a muerto: “traque, traque, traque, / traque, traque, tra”, y que tenía una voz “como un quebrarse de cañas secas”, representa lo contrario del campo: lo cerrado (“no encontraba salida en aquellas calles, que se le ponían de través”), lo artificial (la mano de don Zana, que “no es una mano”, y el “osito de trapo, muerto” al que “se le salía el aserrín”), la mentira (“don Zana guardaba los pipos para hacerle creer [a la niña de un frutero] que la quería”), lo estéril (los tejados son un “rojo desierto” de “dunas ardientes e impasibles”) y la falta de amor (don Zana “se reía de todo”, “muchos probaron su seca bofetada de madera”, y su risa rajada hace que el amor ingenuo se muera de amargura [“La niña de un frutero se enamoró de él. [...] La niña [...] besó ingenuamente su boca de sandía rachada. Volvió a casa llorando y, sin decir nada a nadie, se murió de amargura”]).