En el artículo "Un trompetazo papal contra la muerte", recogido en Al diablo con Picasso y otros ensayos, Paul Johnson recordaba el asombro que había experimentado en cierta ocasión al oír a un filósofo preguntar: “¿Por qué la vida humana debería ser sagrada?” Y explicaba que él “siempre había pensado que la santidad de la vida era una de esas verdades que los hombres y mujeres consideraban axiomáticas”, y que “hay varias creencias relacionadas con la conducta, la moralidad y la civilización que son tan manifiestas que la solicitud de demostrarlas resulta perturbadora”.
En La abolición del hombre, C. S. Lewis defiende la existencia de un orden de valores objetivos, que exigen de todos una respuesta adecuada, que son “al mundo de la acción lo que los axiomas son al mundo de la teoría”, y con respecto a los cuales nuestras respuestas serán razonables o irrazonables dependiendo de que estén de acuerdo o en desacuerdo con aquél. Además, explica que “no se puede llegar a ellos como conclusiones: son premisas”.
El carácter sagrado de la vida humana es una de esas premisas de las que se sigue todo juicio de valor, es una de esas verdades axiomáticas cuya validez no se puede demostrar. Antígona habría dicho que es una de “las leyes no escritas e inquebrantables de los dioses, [que] no son de hoy ni de ayer, sino de siempre, y [que] nadie sabe de dónde surgieron”.
C. S. Lewis sostiene también que “la creencia dogmática en un valor objetivo es necesaria a la idea misma de una norma que no se convierta en tiranía”, porque sólo la existencia de un orden de valores objetivos proporciona una ley humana que obligue a todos por igual. Esto lo debió de entender muy bien Trotski, que dijo: “Tenemos que poner fin de una vez para siempre a las paparruchas cuáquero-papistas sobre la santidad de la vida humana”.