En el ensayo “Sobre los cuentos de hadas”, J. R. R. Tolkien recuerda el cuento “El arbusto de enebro”, de los hermanos Grimm, que leyó por primera vez siendo niño, y que comienza con las preceptivas palabras rituales con las que comienzan no pocas historias: “Hace mucho, mucho tiempo”. Tolkien confiesa que la belleza y horror de dicho cuento le han acompañado desde la niñez, pero, también, que “el aroma de ese cuento que más particularmente se ha demorado en [sus] recuerdos no es la belleza ni el horror, sino la distancia y [el] abismo enorme de tiempo” a que aluden dichas primeras palabras. Para explicar el efecto que dicho cuento provocó en él, Tolkien aduce que “la antigüedad ofrece en sí misma cierta atracción” (y que historias como “El arbusto de enebro” “abren una puerta a Otro Tiempo, y si la cruzamos, aunque sólo sea por un instante, nos quedamos fuera de nuestra propia época, acaso fuera del Tiempo mismo”).
Las historias sucedidas hace mucho, mucho tiempo, al igual que los objetos antiguos, poseen de por sí una belleza especial, y están rodeadas de un aura que puede ser definida con las palabras que utilizó Walter Benjamin en su ya clásico ensayo “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”: “¿Qué es el aura propiamente hablando?”, se preguntaba Walter Benjamin. A lo que respondía: “la aparición irrepetible de una lejanía”. Siguiendo con Walter Benjamin, podemos decir que las historias sucedidas hace mucho, mucho tiempo tienen un “modo áurico de existencia” (que, por lo demás, “nunca queda del todo desligado de su función ritual”). En la memoria de Tolkien, el cuento “El arbusto de enebro” estaba envuelto en un aura, ligada no sólo al carácter ritual que tienen todos los cuentos infantiles, que se pone de manifiesto en la necesidad de su literalidad, sino también a la aparición de una lejanía temporal, de un abismo enorme de tiempo, provocada por las preceptivas palabras rituales con las que comienza la historia: “Hace mucho, mucho tiempo”.
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