De los tiempos en que leí a Lévi-Strauss, me queda el recuerdo de la imagen de un palacio arrastrado por un río, que tiende a desmantelarse, y cuyas partes se disponen de manera diferente a como fueron concebidas, a causa de las corrientes, los estrechos y las aguas muertas. Al cabo de los años, el recuerdo de Lévi-Strauss se ha difuminado hasta casi desvanecerse, pero la imagen del palacio arrastrado río abajo me ha venido a la mente de forma imprevista tras volver a leer Las musarañas, de José Antonio Muñoz Rojas.
“A cada uno le es dado y arrebatado una vez en la vida su paraíso”, dice Muñoz Rojas en una de sus páginas. Las musarañas (1957) es la rememoración no sólo del paraíso de la infancia del autor en Antequera, sino también del paraíso de un mundo antiguo, un mundo como un palacio encantado que sería arrastrado por un río, un mundo “ancho, nimbado de hermosura, estremecedor”, un mundo lleno de misterio, un mundo hecho de nombres, “y detrás del nombre —oh magia— el hombre”. Un mundo en cuyo centro hay una casa de la que Muñoz Rojas volvería a hablar de forma emocionante en La gran musaraña: “Respirar el aire de siglos de la casa, los misterios de sus cuartos o los rincones de su jardín, enriqueciéndola, con historias familiares o recitándome los primeros versos que oí, fueron la tierra donde eché unas raíces de las que aún vivo”.
Aquilino Duque escribió sobre “el buen estilo y la buena memoria” de Muñoz Rojas, “tan patente en La gran musaraña, [y que] latía ya en Las musarañas”. La belleza, la alegría y la paz que traslucen las páginas de Las musarañas radican en que lo evocado, así como las palabras exactas utilizadas por Muñoz Rojas, conforman un orden (un cosmos) en el que todo está en sazón, es decir, en su momento de plenitud. Las palabras son tan antiguas como el mundo antiguo al que pertenecen (el mundo tal y como era antes de que el palacio fuese arrastrado por el río), y están dichas con tal naturalidad, de manera tan cabal, que parecen recientes: como la candela en los inviernos, como las noches en los veranos.
Recuerdo a Belén Muñoz Rojas diciéndonos a sus compañeros de la universidad que su abuelo acababa de ganar el Premio Nacional de Poesía con un libro que llevaba por título Objetos perdidos. Yo no había oído hablar nunca del autor de Las musarañas, y las palabras de su nieta me hacían pensar en él antes como abuelo que como poeta. ¡Quién me iba a decir a mí que iba a llegar a amar de tal forma los libros de José Antonio Muñoz Rojas!
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