lunes, 3 de marzo de 2025

Las cosas del campo


En Echar raíces, Simone Weil sostiene que “el orden” es “la primera necesidad del alma humana”, y que amamos la belleza del mundo porque en él “una infinidad de acciones mecánicas independientes concurren para constituir un orden que permanece fijo a través de la variación”. Asimismo , explica que la belleza (también, por supuesto, la de las auténticas obras de arte) implica siempre las ideas de orden, variación y equilibrio, a imagen y semejanza de lo que ocurre en el universo (la primera obra de arte, o la obra arte por antonomasia), donde “innumerables fuerzas [...] se combinan en equilibrio y concurren en una unidad en virtud de algo que no comprendemos, pero que amamos, y a lo que llamamos belleza”. De todo ello se sigue que la belleza no es una convención, sino que es eterna, porque no se puede modificar a voluntad, sino que responde a una necesidad eterna del alma, y que en el amor a la belleza se trasluce el amor al bien que “arde perpetuamente dentro de nosotros”.

La belleza de Las cosas del campo, de José Antonio Muñoz Rojas, es la belleza de una sinfonía llena de misterio, en la que las gentes son parte de la tierra misma, en la que todo gira siguiendo un orden, en la que vuelve la primavera como vuelven los abejarucos, en la que la variedad contribuye a la belleza (“que por variar es hermoso el mundo”), en la que las cosas alcanzan su plenitud, en la que todo se estremece en su momento justo. El campo es “una inmensa caja de secretos” que hay que saber ver, un gran corazón que palpita acompasado con el corazón del hombre, un agua que sacia la sed que “arde perpetuamente dentro de nosotros”, pero que impulsa más allá, porque en su belleza hay también “una llamada eterna a la belleza”.

La belleza de las cosas está también en la belleza de las palabras con las que las nombramos. El habla de las gentes del campo posee lo que Joseph Conrad, escribiendo sobre el lenguaje marítimo, llamó “la claridad, la precisión y la belleza del habla más perfeccionada”. “Me quedo yo pensando maravillado de la justeza de la expresión de estos labios”, dice el poeta. Y así es como nos quedamos nosotros ante Las cosas del campo, y ante la belleza del acervo lingüístico, donde cada cosa tiene un nombre lleno de gracia como “cada árbol tiene su sazón”. Ahí están las trojas, los lindazos y las veredas. Ahí están los nombres de las yerbas ignoradas: “¡Oh, jaramagos, lenguazas, zapaticos, nazarenos, ignoradas yerbas del campo!”. Ahí están los pájaros vivos cuyos nombres colman el libro de belleza “como [...] cuando viene un estremecimiento a colmar una plenitud”: golondrinas, vencejos y tórtolas, alondras, alcaravanes y abejarucos.

En La gran musaraña, las memorias de José Antonio Muñoz Rojas, se nos da la clave de aquello que arraigó en los primeros años de la vida del poeta, y que dio su fruto en Las cosas del campo, escrito entre 1946 y 1947 en la Casería del Conde (la casa de la que Andrés Trapiello dijo en unas páginas preciosas de sus diarios que era “la casa de campo más bonita que haya visto jamás”): “Toda esa entrega diaria era un milagro”, dice Muñoz Rojas, “un descubrimiento y un hallazgo. A veces una delicia, a veces un escozor. No se preguntaba todavía el porqué de todo esto porque la entrega de la vida parecía tan normal, que no cabían interrogaciones, sino simplemente aceptación”.

Ante el milagro de las cosas del campo, ante el estremecimiento de tal entrega, de tal “sazón de todo”, de “tanta gracia y brío”, el poeta recurre asombrado, maravillado, a la exclamación, que es al mismo tiempo canto, celebración y agradecimiento, es decir, Poesía: “¡Oh acebuches! ¡Oh coscojas! [...] ¡Oh silvestre libertad!”, “¡Alegría de los álamos blancos era el verano!”, “¡Oh viejo olivar! [...] ¡Cuánta belleza!”


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