miércoles, 23 de julio de 2025

He dado mi palabra de honor


La Isla del Tesoro es una parábola, y su enseñanza moral coincide con las palabras del Evangelio de San Mateo: “Donde está tu tesoro, allí estará tú corazón”. ¡A qué precio había amasado el Capitán Flint su tesoro en la tierra, y qué precio no estaban dispuestos los piratas a pagar para hacerse con él! “¿Cuánta sangre y cuánto dolor, cuántas buenas naves hundidas en el fondo del mar, cuántos hombres valientes caminando por la tabla con los ojos vendados, cuántos cañonazos, cuánta vergüenza y mentiras y crueldad?”

Los piratas encarnan el mismo tipo moral que representan Macbeth, Fausto o el doctor Jeckyl, que pactan con el diablo a cambio de poder, y descubren que han sido engañados. Los piratas han vendido su alma a Belcebú a cambio de riquezas, y en el lugar de su pecho que antes le correspondía al corazón no queda ahora otra cosa más que el baúl del muerto del estribillo que ominosamente cantan a coro. Ellos son los quince hombres sobre el baúl del muerto: “Belcebú y la bebida acabaron con su vida...” Lo que salva a Jim Hawkins, al caballero Trelawney, al doctor Livesey y a los demás gentileshombres es que para ellos lo importante no es el tesoro.

Los integrantes de la tripulación del Capitán Flint conforman una banda de canallas, capaces de cualquier crimen, cegados por el deseo de hacerse con las setecientas mil libras del tesoro. Por el contrario, el caballero Trelawney, el doctor Livesey, el capitán Smollet y Jim Hawkins constituyen una “comunidad ética”, que comparte, y encarna, un ideal moral, el de los caballeros, los gentlemen o gentileshombres a que hace alusión Jim Hawkins en la primera página de la narración, y que está muy por encima de la avaricia que empuja a los piratas, hasta el punto de que desde muy pronto queda claro que a los héroes de esta novela no les mueve el afán de riquezas: “¡A la mar! ¡Al diablo el tesoro! Es la gloria del mar lo que me tiene hechizado”, escribe el caballero Trelawney antes de emprender el viaje.

Las virtudes que personifican los amigos de Jim Hawkins son las virtudes caballerescas, las mismas que conformaban el ideal aristocrático en la Grecia de Píndaro, las mismas que caracterizaban al héroe épico en la Edad Media: la valentía, el honor, la magnanimidad, el cumplimiento del deber y, por encima de todo, la lealtad a la palabra dada.

“He dado mi palabra de honor”, le dice Jim Hawkins al doctor Livesey a través de la empalizada, y, para rechazar la posibilidad impensable de no cumplirla, añade: “sabéis perfectamente que tampoco vos haríais semejante cosa; ni vos, ni el caballero, ni el capitán; y yo tampoco lo haré”. Javier Marías recordaba con razón uno de los proverbios preferidos de Robert Louis Stevenson: «Corazón Grande fue engañado. “Muy bien”, dijo Corazón Grande». Los piratas, como reconoce John Silver ante el doctor Livesey, “no son capaces de cumplir su palabra... no, ni siquiera suponiendo que se lo propusiesen; y, lo que es más, no se fiarían de la vuestra”.

Porque el asunto fundamental de La Isla del Tesoro no es la búsqueda del tesoro, sino el conflicto moral entre dos formas antagónicas de entender la vida: por un lado, la de los piratas, y, por otro, la de los caballeros. La pareja stevensoniana pirata-caballero coincide en todo con la española pícaro-hidalgo de nuestra literatura. La Isla del Tesoro no sólo es una novela de aventuras, sino también un libro de “ética puesta en acción, una cosmovisión vivida” —como diría Enrique García-Máiquez—, un canto a la nobleza de espíritu, cuya lectura implica una educación moral, y constituye una fuente de sabiduría práctica.


domingo, 13 de julio de 2025

Robert Louis Stevenson


En su ensayo sobre Robert Louis Stevenson (publicado por Pre-Textos en 2001, y traducido nada menos que por Aquilino Duque), Chesterton se interesa por la filosofía inherente a la literatura de Stevenson, y sostiene que en el arte del autor de La Isla del Tesoro hay una lección moral “de importancia real para el futuro de la cultura europea y para la esperanza que ha de guiar a nuestros hijos”. ¡Como para no hacerse a la mar a bordo de la Hispaniola, junto con Jim Hawkins, el doctor Livesey, el caballero Trelawney y Long John Silver!

Chesterton defiende la tesis de que la filosofía discernible en los libros de Stevenson coincide, sin que el propio Stevenson lo pretenda, ni sea consciente de ello, con la filosofía cristiana, de ahí que diga que “Stevenson era un teólogo cristiano sin saberlo”.

Con su característico estilo envolvente, Chesterton explica que la obra de Stevenson constituye una reacción romántica contra la corriente de pesimismo, nihilismo y decadentismo que enarbolaba su triunfante bandera negra en la Europa de finales del siglo XIX. Y contra el pesimismo, contra la decadencia representada por los artistas decadentistas, y contra la sombra de Schopenhauer, la bandera que levanta con energía Robert Louis Stevenson es “un Emblema Moral”.

En la literatura de Stevenson no sólo hay un anhelo profundo de felicidad, sino también una defensa vital de la posibilidad de la felicidad. Stevenson escapa de la cárcel del pesimismo al que sus contemporáneos son conducidos gracias a la lección aprendida para siempre en la infancia, en el hogar de su infancia en Edimburgo, “una casa envuelta en oro de cuento de hadas”, y, en concreto, en el cuarto de los niños, donde Stevenson había aprendido a creer en “la poesía de la vida”.

Lo esencial de la obra de Stevenson, el espíritu especial de Stevenson, según Chesterton, es esa defensa de la posibilidad de la felicidad, de la dicha luminosa, de la poesía de la vida, de la bienaventuranza, que se identifica con la infancia, con la pureza, la inocencia, la alegría, el júbilo de la infancia.

En unas páginas emocionantes, llenas de belleza, Chesterton cuenta que Stevenson fue “un hombre obsesionado por una canción, siempre en busca de las notas rotas de una melodía perdida, que él mismo llamaba la nota del ruiseñor devorador del tiempo”, y que sólo los niños oyen bien.

Pero la posibilidad de la felicidad no se encuentra para Stevenson en una Arcadia irrecuperable, en una Edad de Oro a la que no es posible regresar, sino en una forma de entender la vida que no ha olvidado la lección aprendida de corazón en el cuarto de los niños, cuyo símbolo es un teatro de juguete, que toma su nombre de la figura del misterioso Sr. Skelt (un personaje inventado por Stevenson), de tal manera que la filosofía de Stevenson recibe el nombre de Skeltery.

“Stevenson describía el reino de los cielos y lo llamaba Skelt”, dice Chesterton. La verdad que Stevenson descubrió en el cuarto de los niños, jugando con un teatro de juguete, y la lección moral que Chesterton encuentra en su literatura de colores puros, coincide con la honda verdad que los pastores y los Reyes Magos descubrieron hace mucho tiempo ante un pesebre (en otro cuarto de los niños, en “una casa [aquella también] envuelta en oro de cuento de hadas”): “Si no os hacéis como niños no entraréis en el Reino de los Cielos”.


sábado, 14 de junio de 2025

La casa de la vida


El título La casa de la vida no es original, sino que está tomado de la obra homónima de Dante Gabriel Rossetti, The House of Life, la colección de sonetos cuyo primer manuscrito fue sepultado por el pintor prerrafaelita en el ataúd de su mujer Elizabeth Siddal. Mario Praz satura su obra de referencias culturales, de igual forma que llena su casa de tesoros, porque pertenece a la estirpe de los escritores cultos, no ingenuos, que saben, como Rémi Brague, que la cultura es “un camino, siempre por recorrer, que nos lleva a una fuente lejana” (una fuente que se encuentra en el pasado), y para los que el significado de las palabras hunde sus raíces en la tradición cultural.

Mario Praz se refiere al soneto “Soul's Beauty” (“La Belleza del Alma”), de Dante Gabriel Rossetti, en unas páginas de recuerdos de infancia reveladoras, en las que se materializa en forma de alegoría el tema principal de la obra (y de la vida) que estamos leyendo, y que no queremos, o no podemos, dejar de seguir leyendo, a pesar de la creciente penumbra, mientras cae la tarde de junio al otro lado de la ventana abierta: “lo que verdaderamente le sedujo había sido Madonna Belleza, la que en el soneto de Dante Gabriele preside el trono bajo el arco de la Vida, y que encuentra todas las vías, todos los medios, para hacer prisionero a quien está destinado a servirla”.

En el amor de Mario Praz por los objetos del pasado rescatados de la trastienda de un anticuario de Via del Babuino, o de un ropavejero de Piazza della Rota o del anticuario Harris de Oxford Street, se descubre, no sólo el buen gusto, sino el amor de Mario Praz por la belleza, por Madonna Belleza, así como la tristeza, que le lleva a escribir una obra que es una elegía, por la desaparición de la belleza en nuestro mundo.

Las visitas a los anticuarios de Roma, de Florencia o de Londres se parecen a las de un fantasma elegante, educado, byroniano, o procedente de la Rusia del Ancien Régime, que regresa fielmente a las estancias clausuradas de un mundo abolido donde tiene su querencia, porque Mario Praz no pertenece, ¡gracias a Dios!, al mundo moderno, vulgar, plebeyo, democrático, no pertenece a esta “época en la que todo es de plástico”, en la que “todo es falso, todo es un sucedáneo”, a esta época “que no ama los colores puros” y que “llamaría increíble o heroica a una persona que simplemente cumpliese con su deber”. Para Mario Praz, como para Roger Scruton (también él un caballero de otra época), “la belleza es un valor real y universal, arraigado en nuestra naturaleza racional”, y también para él “el sentido de la belleza desempeña un papel indispensable en la configuración del mundo de los humanos”.

Mario Praz compara en varias ocasiones el amor por las cosas, por las cosas bellas, por los muebles mudos, inertes, pero no carentes de vida, por los libros, los espejos, las antigüedades, con el amor por los seres humanos. En una carta escrita en 1926, confiesa: “When I see a beautiful thing, I cannot resist it, I must have it: with mirrors, furniture and books, fortunately, it is only a matter of being able to afford them; with human beings, unfortunately, things do not go so smoothly”.

“¿Cómo se pueden amar pedazos de madera?”, le pregunta una amiga al coleccionista que ha dedicado una vida entera de devoción por la belleza a reunir los objetos que lo acompañan ahora en su casa de Via Giulia. Y unas páginas después reconoce que la dificultad que entrañan las relaciones humanas, y el dolor que depara el fracaso de las mismas, explican su devoción por las cosas: “Por esto, quizá, he puesto tanta parte de mi alma en el culto de cosas que a la mayoría les parecen carentes de vida, como los muebles, he pecado «venerando imágenes esculpidas»”.


lunes, 9 de junio de 2025

El antiguo alimento de los héroes


Jorge Luis Borges sostenía que la ceguera no había sido para él una desventura, sino un don, debido fundamentalmente a que había decidido pensar que le había sido dada como instrumento que debía aprovechar para un fin más alto. En unas páginas conmovedoras, que tienen su origen en una conferencia pronunciada en Buenos Aires en 1977, y que publicó bajo el título de “La ceguera”, Borges explica que las desventuras son “el antiguo alimento de los héroes”, porque “esas cosas nos fueron dadas para que las transmutemos, para que hagamos de la miserable circunstancia de nuestra vida, cosas eternas o que aspiren a serlo”. He aquí la actitud heroica por antonomasia, no sólo valiente, sino también limpia de cualquier atisbo de queja, de resentimiento o de autocompasión, y, en último término, sabia, porque la verdadera sabiduría consiste, como nos enseñó Chesterton, en aprender a apreciar, a sentir gratitud, y a devolver con creces en forma de bien los dones misteriosamente recibidos.


domingo, 8 de junio de 2025

El misterio de los Reyes Magos


He aquí el misterio de los Reyes Magos:

si sigues el camino de la Estrella,

cada rincón del mundo esconde huellas

dejadas por los Reyes a su paso.


miércoles, 28 de mayo de 2025

Un puñado de polvo


La catástrofe que está a punto de llevarse por delante a la familia formada por Tony, Brenda y el pequeño John Andrew Last empieza a dejarse sentir en seguida en la parte más frágil de la misma: en el hijo. Las preguntas del niño tienen un carácter premonitorio: “¿Adónde ha ido mami?”, “¿Vuelve mami hoy?” John Andrew no tarda en llorar, reclinado contra la ventanilla en el interior del coche en el que ha ido a recibir a su padre. Tony Last también acaba llorando, tras doscientas cincuenta páginas desoladoras, y a miles de kilómetros de distancia, perdido, como Dante, en una selva oscura.

Es precisamente en torno al niño donde se materializa la naturaleza demoníaca de la amenaza que se cierne sobre la familia: primero, en la figura de la diabólica condesa lady Cockpurse, que, como el diablo, tiene cola, es “peluda y mala”, y baja cabeza abajo de un árbol; y, después, en la de la corruptora princesa Abdul Akbar, que huele intensamente a almizcle, que tiene “una lengua aguda y roja”, y que, “con arreglo al plan [diabólico] de Polly Cokpurse”, llega a Hetton con el oscuro propósito de seducir al padre, y termina seduciendo al hijo, al que besa en la boca. También aquí las brujas del páramo pronuncian el viejo conjuro macbethiano: “Lo bello es feo, y lo feo es bello” (Fair is foul, and foul is fair).

Y es finalmente en el niño donde se cumple como una oscura fatalidad la antigua regla del teatro griego clásico que Pasolini explicó de forma lúcida: “Uno de los temas más misteriosos del teatro griego clásico es que los hijos estén predestinados a pagar las culpas de los padres. No importa que los hijos sean buenos, inocentes y piadosos: si sus padres han pecado deben ser castigados”.


sábado, 3 de mayo de 2025

El cuerpo luminoso de los poetas


En el poema “Nocturno (frustrado)”, Miguel d'Ors expresa con sorna d'orsiana su enojo contra Baudelaire, Goethe y Borges, porque se interponen entre él y la luna, impidiéndole verla limpiamente: “Maldito Baudelaire, malditos Goethe y Borges, / que ahora que contemplo / la luna no me dejan ver / la luna”. O, dicho con las palabras del propio Borges en el poema “La luna”, porque le impiden verla sin el “antiguo llanto” de que han colmado a la luna “los largos siglos / de la vigilia humana”.

Para Miguel d'Ors, la luna estaría recubierta de adherencias literarias, segregadas por los poetas que, como Baudelaire, Goethe y Borges, han escrito sobre ella, de tal manera que no le es posible verla. Para Borges, “la luna de las noches no es la luna / que vio el primer Adán”, sino que es, de alguna forma, la suma de todas las lunas que los hombres han visto. Borges, tan dado a los espejos, dice que la luna es un espejo que devuelve al que la mira no sólo su reflejo, sino el reflejo de todos aquellos que a lo largo de los tiempos la han mirado.

Parecen dos posturas contrapuestas. Miguel d'Ors sería el poeta de la mirada limpia, el poeta de cuerpo luminoso, mientras que Borges sería el poeta de la tradición, el poeta de cuerpo opaco. Pero esta contraposición es falsa, porque el cuerpo de todos los poetas es luminoso.

Para Miguel d'Ors, como para San Mateo, la lámpara que permite ver la luna es “el ojo” (el ojo limpio), de tal forma que el poeta de verdad (es decir, el poeta que alcanza a ver la luna) es el poeta de cuerpo luminoso, porque, como dice el evangelista, “si tu ojo es limpio, todo tu cuerpo será luminoso” (Mateo, 6, 22). En el poema “Cerca del fuego”, Miguel d'Ors escribe: “Los libros no me sirven / si no me dejan contemplar la hierba”.

Para Borges, la lámpara que permite ver la luna es la tradición literaria, el cuerpo opaco de la tradición literaria, cuya opacidad, cuya densidad, llena la luna hasta convertirla en lo que realmente es: no ya la luna, sino la luna de los poetas, la luna de los hombres (que no es sino la verdad que la luna dice acerca de los hombres), toda vez que la tradición literaria es el espejo que devuelve nuestra propia imagen en forma de enigma.

En el libro VI de la Eneida, Eneas desciende al reino de los muertos, y se reencuentra con Dido en el “campo de las lágrimas”, por cuyas sendas vagan entre mirtos “los que el duro amor / fue consumiendo con su cruel congoja”. Virgilio dice (en la maravillosa traducción de Javier de Echave-Sustaeta) que Dido camina “con su herida abierta todavía”, y que Eneas ve “su sombra velada entre las sombras, / lo mismo que se ve o parece verse / la luna nueva alzarse entre las nubes”. Eneas llora, le habla, intenta detenerla, pero Dido lo rehuye, guarda silencio, esquiva su mirada.


¿Cómo no ver entonces en la luna

nueva la sombra de la reina Dido

vagando por el campo de las lágrimas

como un fantasma mudo entre los mirtos?


ENEIDA LIBRO VI (haikus)


Dido recorre

el campo de las lágrimas.

La luna nueva.

*

La luna nueva

es un fantasma mudo

entre los mirtos.