miércoles, 28 de mayo de 2025

Un puñado de polvo


La catástrofe que está a punto de llevarse por delante a la familia formada por Tony, Brenda y el pequeño John Andrew Last empieza a dejarse sentir en seguida en la parte más frágil de la misma: en el hijo. Las preguntas del niño tienen un carácter premonitorio: “¿Adónde ha ido mami?”, “¿Vuelve mami hoy?” John Andrew no tarda en llorar, reclinado contra la ventanilla en el interior del coche en el que ha ido a recibir a su padre. Tony Last también acaba llorando, tras doscientas cincuenta páginas desoladoras, y a miles de kilómetros de distancia, perdido, como Dante, en una selva oscura.

Es precisamente en torno al niño donde se materializa la naturaleza demoníaca de la amenaza que se cierne sobre la familia: primero, en la figura de la diabólica condesa lady Cockpurse, que, como el diablo, tiene cola, es “peluda y mala”, y baja cabeza abajo de un árbol; y, después, en la de la corruptora princesa Abdul Akbar, que huele intensamente a almizcle, que tiene “una lengua aguda y roja”, y que, “con arreglo al plan [diabólico] de Polly Cokpurse”, llega a Hetton con el oscuro propósito de seducir al padre, y termina seduciendo al hijo, al que besa en la boca. También aquí las brujas del páramo pronuncian el viejo conjuro macbethiano: “Lo bello es feo, y lo feo es bello” (Fair is foul, and foul is fair).

Y es finalmente en el niño donde se cumple como una oscura fatalidad la antigua regla del teatro griego clásico que Pasolini explicó de forma lúcida: “Uno de los temas más misteriosos del teatro griego clásico es que los hijos estén predestinados a pagar las culpas de los padres. No importa que los hijos sean buenos, inocentes y piadosos: si sus padres han pecado deben ser castigados”.


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