En el campo tiene Alfanhuí su querencia, porque es el sitio donde se ha criado. El campo representa lo abierto (el horizonte, “el gran arco de colores”), la naturaleza (el regazo de plantas y animales), la alegría (a Alfanhuí “tan solo parecían brillarle los ojos de alegría cuando se montaba en el trillo y hacía mover los caballos a restallidos de látigo”) y la concordia entre los hombres, las plantas y los animales. El campo es, asimismo, el ámbito donde se ampara lo viejo y lo inútil, representado por “aquella noble costumbre de que vivieran los bueyes que ya no araban, de que fuera respetada su vejez [...]. Inútiles los bueyes, el boyero inútil, inútil la aguijada [...]. Todo era gentileza de pueblo viejo”. Y Alfanhuí, un niño de campo, asilvestrado, es, a su vez, la representación viva de todo aquello que el campo representa.
La ciudad tiene dos caras: una, viva, y otra, muerta. La cara viva de la ciudad “yacía y respiraba”, y, como la señorita Flora, pintada sobre la fachada de una casa, siente añoranza del campo: “¡Qué melancolía!”, mira hacia los trigales amarillos, y sueña con los jardines y las arboledas de Aranjuez, y con el río Tajo. Es un lugar donde todavía tiene cabida la vida vegetal (los “geranios en los balcones”, las “coles y lechugas” “entre el agua sucia de un huerto”) y la vida animal (los “rebaños de ovejas churras en los solares de la Guindalera”, las cucarachas que “invadían las cocinas”, los gecos, que tenían su guarida en los aleros de los tejados, y la cabra atada al picaporte de la puerta del cuarto de baño de la pensión de doña Tere).
La cara muerta de la ciudad, como don Zana, que es una marioneta, y que “bailaba [...] sobre los ataúdes” de tal manera que sonaba a muerto: “traque, traque, traque, / traque, traque, tra”, y que tenía una voz “como un quebrarse de cañas secas”, representa lo contrario del campo: lo cerrado (“no encontraba salida en aquellas calles, que se le ponían de través”), lo artificial (la mano de don Zana, que “no es una mano”, y el “osito de trapo, muerto” al que “se le salía el aserrín”), la mentira (“don Zana guardaba los pipos para hacerle creer [a la niña de un frutero] que la quería”), lo estéril (los tejados son un “rojo desierto” de “dunas ardientes e impasibles”) y la falta de amor (don Zana “se reía de todo”, “muchos probaron su seca bofetada de madera”, y su risa rajada hace que el amor ingenuo se muera de amargura [“La niña de un frutero se enamoró de él. [...] La niña [...] besó ingenuamente su boca de sandía rachada. Volvió a casa llorando y, sin decir nada a nadie, se murió de amargura”]).
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