sábado, 17 de agosto de 2024

Corazón


En el artículo “Te voy a contar un cuento” (La Gaceta, 13-8-2024), Esperanza Ruiz sostiene que “los cuentos clásicos tienen la misión de enseñar a los pequeños que el mal existe”, y que ofrecen representaciones del mismo que ayudan a identificarlo en el mundo real, en contraste con la tendencia actual a omitir, desdibujar o escamotear su existencia. Asimismo, recuerda que dicha tendencia lleva no sólo a relativizar el mal, sino también, “en el último estadio de perversión, [a] percibir el mal como un bien”. El empeño de la bruja de Blancanieves no ya por arrancar el corazón de su hijastra, sino por comérselo, representaría este último estadio de perversión.

Los cuentos clásicos son un espejo que refleja nuestra imagen en forma de enigma, de ahí que no sólo hablen de lo que ocurre en el Reino de Fantasía sino también de lo que ocurre en el mundo real. Además, en las mejores obras literarias hay siempre un trasfondo moral, porque tienen siempre por tema un conflicto moral. El bosque en el que Hansel y Gretel dejan tras de sí un rastro de migas de pan, o las alcantarillas infestadas de ratas que el soldadito de plomo recorre en su particular Vía Dolorosa a bordo de un barco de papel, o las estepas nevadas del Lejano Norte, donde aúllan los lobos y graznan los cuervos, que la pequeña Gerda atraviesa a lomos de un reno en busca del palacio de la Reina de las Nieves, son lugares que pertenecen de forma ineludible a la geografía del alma humana.

G. K. Chesterton sostiene que “cuanto más podamos ver la vida como un cuento de hadas, más claramente el cuento ha de resolverse en una guerra contra el dragón que está arruinando el país de las hadas”. Pues bien, dicha guerra se libra también contra el dragón que está tratando de destruir nuestra propia alma.

En La abolición del hombre, C. S. Lewis explica que “la cabeza gobierna el vientre mediante el corazón”, de tal forma que “se podría decir que es por este elemento intermedio por lo que el hombre es hombre: por su intelecto es mero espíritu y por su instinto es mero animal”. El corazón es el lugar donde se sitúan los sentimientos morales, los “afectos ordenados”, según Aristóteles, que inclinan a obrar de acuerdo con lo que la razón discierne como bueno. También es el lugar en el que Dios ha inscrito la ley moral, en consonancia con la ley natural (“La conciencia es el primero de todos los vicarios de Cristo”, dice el cardenal John Henry Newman).

El mal apunta siempre al corazón, porque arrancar el corazón significa arrancar los sentimientos morales. De ahí que las brujas del páramo pronuncien un conjuro tan revelador para arrastrar a Macbeth al último estadio de perversión: “Lo bello es feo y lo feo es bello” (“Fair is foul and foul is fair”). De ahí también que el corazón de Kay esté a punto de convertirse en un témpano de hielo, después de que una esquirla de cristal se le haya metido en un ojo, y se le haya clavado en el corazón (porque el ojo y el corazón están conectados).


martes, 13 de agosto de 2024

¿Quién explica la abundancia?


En sus memorias, Julián Marías explica que su visión de la mujer contiene una poderosa carga de lirismo, y que dicha visión no es “lo que se suele llamar ―peyorativamente― idealización”, sino “realismo, o si se prefiere, percepción de lo real sin amputaciones”. La poesía no eleva las cosas por encima de la realidad, sino que percibe la realidad sin amputaciones, porque, como dice Julián Marías, “en el hombre el lirismo es más importante que la zoología”.

La ceguera del materialismo consiste precisamente en cercenar una porción fundamental de la realidad, y en considerar dicha porción cercenada como fruto de la sublimación. Si al ser humano se le arrebatan los sentimientos morales, el resultado no es un ser humano sino un animal (o un artefacto, como explica C. S. Lewis). De igual forma, si a lo real se le amputa el lirismo a que se refiere Julián Marías, o si se reduce todo a materia, mecánica o estadística, el resultado es el ruido y la furia de Macbeth, el montón de imágenes rotas de La tierra baldía, de T. S. Eliot, o el mundo desencantado como consecuencia de la labor de desmantelamiento llevada a cabo por el posmodernismo.

En Radiaciones, Jünger sostiene que el punto de vista desde el cual acostumbramos a contemplar las cosas impide que veamos la Vida en toda su amplitud. Jünger escribe la palabra “Vida” con V mayúscula. Caminamos a tientas, nuestros sistemas son insuficientes para explicar la plenitud que nos rodea, y hay cualidades de la realidad que permanecen ocultas para nosotros, de tal forma que es preciso trascender dicha perspectiva para que queden al descubierto.

El 28 de abril de 1940, tras pasar dos horas tumbado en el musgo de un encinar “donde se ha conservado un soplo de la antiquísima soledad de los bosques”, Jünger encuentra de vuelta a la habitación en la que permanece alojado un jarrón dentro del cual florece un ramo de corazones de María. Y escribe en su diario: “Ante un ramo florido como ése, qué insuficientes son todos nuestros sistemas. Son explicaciones de la escasez – pero ¿quién explica la abundancia?”


viernes, 26 de julio de 2024

Las brujas del páramo

Cualquiera sabe que un soldado de plomo puede caerse un día por la ventana del cuarto de juego de los niños, y volver a casa más tarde en el interior de un pez comprado en el mercado. A pesar de lo que diga Macbeth (que ha caído bajo el hechizo de las palabras de las brujas del páramo, y está ligeramente ofuscado por una ambición no del todo saludable), la vida no es “un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia, que nada significa”.

No alcanzo a comprender el inmerecido prestigio de que ha gozado el pesimismo entre algunos intelectuales, e imagino que aquellos que no soportan los happy ends se parecen a esas gentes que, como dice Jesús Beades, “se sienten más cultos por ver El Séptimo Sello en vez de Regreso al Futuro o por mirar […] un Rothko antes que una viñeta de Tintín”. En El hombre en busca de sentido, Viktor Frankl sostiene que “el vacío existencial se manifiesta sobre todo en un estado de tedio”.

Saber que la Providencia tiene un plan misterioso que no alcanzamos a comprender, por el que el bien que Dios quiere para nosotros puede revelarse de la forma más insospechada, permite ver la vida como una aventura apasionante en la que en cualquier momento se puede producir un giro argumental inesperado que nos brinde la alegría de un final feliz.

¿Ha sido en vano el ir y venir de Renzo y de Lucía desde que se ven obligados a separarse hasta que, contra todo pronóstico, y a pesar de la devastación producida por la peste, se reencuentran al final entre los miles de apestados que abarrotan el lazareto de Milán?

Miguel de Cervantes, que sabía algo de los sinsabores de la vida, y que no era un ingenuo engañado por convenciones narrativas ilusorias, no cayó jamás bajo el hechizo de las brujas del páramo. Sabía por experiencia propia “cómo sabe el cielo sacar, de las mayores adversidades nuestras, nuestros mayores provechos”. Y sus páginas sobrevuelan airosas el cielo de la literatura sin rozar en ningún momento el estado de tedio en que se manifiesta el vacío existencial.


lunes, 15 de julio de 2024

El pábilo vacilante


Enrique García-Máiquez estuvo a punto de salir volando una vez en un callejón estrecho del Puerto de Santa María, no porque el viento de levante quisiese arrebatarle un cuadro que llevaba bajo el brazo, sino porque comparte algo con los ángeles de Chesterton: no tiene ni un gramo de vanidad.

En el título de la segunda entrega de sus dietarios: El pábilo vacilante (2012), al igual que en el de su primer poemario: Haz de luz (1997), están presentes tanto la humildad como la vocación radiante.

El pábilo vacilante comprende un período de cuatro años (de 2008 a 2011), en el que al poeta le ocurren hechos decisivos que dejan una honda huella: la experiencia de un matrimonio sin hijos que quiere tenerlos, la muerte de la madre tras una enfermedad, el nacimiento de la hija primera tras nueve años de espera, y, en todo momento, como un latido de fondo, como el latido acompasado de dos corazones, el amor conyugal.

Enrique García-Máiquez practica con elegancia el arte de la contención, que incrementa la potencia expresiva. Pero lo que pone un nudo en la garganta es la Fe, la confianza en la Providencia, “que todo lo conduce, aun por los caminos más misteriosos, al bien supremo de nuestra Redención”. También en esto Enrique García-Máiquez es chestertónicamente optimista. José Miguel Ibáñez Langlois ha escrito que “en la Providencia de Dios se funda el más radical de los optimismos, nuestro optimismo teologal”.

¡Qué bonita es la edición realizada por la editorial Renacimiento! ¡Y qué bonito es el cuadro del pintor polaco Konrad Krzyzanowski que aparece en la portada, y que se titula A la luz de una vela!

En El pábilo vacilante se descubren múltiples rastros de migas de pan que desembocan en otros libros del autor, o semillas de árboles que habrían de germinar más adelante en libros que aún no existían. Enrique García-Máiquez dibuja lo que el poeta recién fallecido José María Álvarez expresó así: “La lealtad que mi alma / Guarda a determinados / Paisajes rostros libros”. Se podría hacer una lista, a la manera de Georges Perec, de estos tesoros encontrados en las páginas del dietario.

La poesía está presente en cada página, como la vocación a la que el autor guarda siempre fidelidad, como una compañía que no lo abandona ni en los momentos  trascendentales ni en los momentos cotidianos (que, bien mirados, son también trascendentales). Pero, sobre todo, la Poesía con mayúsculas se hace realidad en la voluntad de ver a los demás como los ve Dios, objetivo al que se acerca prodigiosamente al verlos con los ojos maravillados con los que un padre contempla la ecografía de su hija.


domingo, 14 de julio de 2024

In tearing haste


En una carta dirigida a Deborah Cavendish, duquesa de Devonshire, Patrick Leigh Fermor cuenta que dos golondrinas se han colado en el cuarto en el que está escribiendo, y que han permanecido volando en círculo en torno a él bajo las vigas del techo durante veinte minutos. Después de que una de las golondrinas se haya chocado varias veces contra el cristal de la ventana, en vez de acertar a salir de nuevo como ha hecho la otra, Patrick Leigh Fermor la ha cogido con cuidado, se la ha guardado en el bolsillo y ha salido al jardín. “Mirad cómo lanzo una piedra por encima de aquel árbol enorme”, ha dicho a las personas que allí estaban. A continuación, ha sacado la golondrina del bolsillo, la ha arrojado a lo alto, y la golondrina ha batido las alas hasta el firmamento para admiración de todos.


domingo, 7 de julio de 2024

Veo a Satán caer como el relámpago


El poema “Pies de barro”, de Marcela Duque, es una jaculatoria de tres versos en la que se expresa de forma condensada la renuncia al deseo propio, y el deseo de quien toma como modelo a Dios: “Ya no quiero querer lo que yo quiero; / quiero querer aquello que tú quieras. / Quererte así y dejarme que me quieras”. El tú del segundo verso es Dios, y el yo del primer verso es el ídolo con pies de barro al que hace referencia el título
.

El poema remite a la idea de deseo mimético expresada por René Girard en Veo a Satán caer como el relámpago, a la luz de la cual las palabras de Marcela Duque se cargan de sentido. Ezra Pound explica que el significado de las palabras “viene dotado de raíces, de relaciones, de un cómo y un dónde se utiliza esa palabra de modo familiar, de dónde ha sido utilizada de modo brillante o memorable”.

La antropología girardiana parte de una premisa realista, según la cual “los individuos se muestran naturalmente inclinados a desear lo que el prójimo posee, o, incluso, tan sólo desea”. Según René Girard, los hombres “no tienen deseo propio”, porque “lo propio del deseo es que no sea propio”. El deseo es mimético, es decir, no está fijado de forma predeterminada, sino que se recibe siempre de un modelo mimético (que René Girard identifica con el prójimo). La rivalidad mimética creada por la imitación del deseo del prójimo exaspera el deseo mismo, segrega las toxinas más nocivas: celos, envidia, resentimiento y odio, y da lugar a una espiral infernal que desemboca en la violencia mimética.

En Veo a Satán caer como el relámpago, René Girard explica que “Dios y Satán son los dos archimodelos”. Satán es el mal modelo, que nos hace caer en la trampa de la rivalidad mimética, y que encarna la violencia misma que se contagia miméticamente. Satán es también la forma arcaica de poner fin a la crisis de violencia mimética cuando ésta se contagia hasta alcanzar el paroxismo, a la que Girard llama mecanismo victimario, o “mecanismo de Satán”, y que consiste en descargar dicha violencia por parte de todos contra un chivo expiatorio.

Dios es el buen modelo, que protege de la rivalidad mimética. René Girard sostiene que los seres humanos estamos necesitados de modelos (porque somos “seres penetrados de mimetismo”), y que “lo que Jesús nos invita a imitar es su propio deseo, el impulso que lo lleva a él, a Jesús, hacia el fin que se ha fijado: parecerse lo más posible a Dios Padre”. “Ni el Padre ni el Hijo desean […] con egoísmo”, de tal forma que “si imitamos el desinterés divino, nunca se cerrará sobre nosotros la trampa de las rivalidades miméticas”.


sábado, 29 de junio de 2024

La antigua experiencia del hogar


Simone Weil murió de tuberculosis el 24 de agosto de 1943 en el Grosvenor Sanatorium de Ashford (Kent, Reino Unido), y dejó inacabado un manuscrito que se publicó póstumamente con el título Echar raíces. Las páginas de este libro lleno de luz escrito en una época de oscuridad contienen una reflexión en extremo lúcida, valiente y profunda sobre el alma humana, y sobre las fuentes en las que es preciso que beba para no morir de sed.

En dicha obra, Simone Weil sostiene que el arraigo constituye una necesidad del alma, una necesidad vital del ser humano: “Echar raíces quizá sea la necesidad más importante e ignorada del alma humana”. Según la autora, el arraigo consiste en la “participación real, activa y natural [de un ser humano] en la existencia de una colectividad que conserva vivos ciertos tesoros del pasado y ciertos presentimientos de futuro”, y de la que dicho ser humano recibe “la totalidad de su vida moral, intelectual y espiritual”.

Dicha colectividad recuerda al concepto de “comunidad ética” que utiliza Roger Scruton en su obra La cultura moderna, y que incluye no sólo a los vivos sino también a los muertos y a los no nacidos todavía. Allí donde Simone Weil descubre una necesidad del alma, Roger Scruton identifica una “necesidad psicológica”: “la necesidad de una comunidad ética”. Según Scruton, la “comunidad ética” comparte una “cultura común” a través de la cual el ser humano tiene acceso a una “visión ética” que da sentido a la vida (eleva la vida por encima de la naturaleza para situarla en el plano ético), que implica una educación moral (enseña “qué sentir”), y que constituye una fuente de sabiduría práctica (enseña “qué hacer”).

Simone Weil dice que “el desarraigo constituye con mucho la enfermedad más peligrosa de las sociedades humanas”, y que frente a él sólo cabe encontrar auxilio en lo que queda de tradición viva: “los islotes de pasado conservados vivos sobre la Tierra”. Frente a la situación de desarraigo que lleva a las almas a caer en una inercia similar a la muerte, o que las lleva a extender la enfermedad contribuyendo a su contagio, Simone Weil defiende que “lo que hay que preservar con celo en todas partes son las gotas de pasado vivo”, porque “no tenemos otra vida, otra savia, que los tesoros heredados del pasado y digeridos, asimilados, recreados por nosotros mismos”, y porque “de todas las necesidades del alma, [no existe] ninguna más vital que el pasado”.

Simone Weil y Roger Scruton coinciden en identificar la modernidad como la época en que las raíces del árbol comienzan a ser arrancadas del suelo moral común que constituía la cultura tradicional. “El Renacimiento […] separó cultura y tradición nacional”, dice Simone Weil. “El arte y la cultura comienzan a divergir […] en Europa desde el Renacimiento […] a causa de las turbaciones o el declive religioso”, dice Roger Scruton. Sea de ello lo que fuere, Simone Weil propone hacer frente al desarraigo mediante una educación que lleve a amar con toda el alma el bien, la verdad y la belleza (y “para una educación así [...] hay que buscar la inspiración [...] entre las verdades eternamente inscritas en la naturaleza de las cosas”). Por su parte, Roger Scruton sostiene la tesis de que frente al desvanecimiento de la comunidad ética, la “alta cultura” permite perpetuar siquiera en la imaginación la cultura compartida, y hace posible acceder a la “visión ética” del ser humano que los desarraigados han perdido: “recuperar por medio de la imaginación la antigua experiencia del hogar”.