Cualquiera sabe que un soldado de plomo puede caerse un día por la ventana del cuarto de juego de los niños, y volver a casa más tarde en el interior de un pez comprado en el mercado. A pesar de lo que diga Macbeth (que ha caído bajo el hechizo de las palabras de las brujas del páramo, y está ligeramente ofuscado por una ambición no del todo saludable), la vida no es “un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia, que nada significa”.
No alcanzo a comprender el inmerecido prestigio de que ha gozado el pesimismo entre algunos intelectuales, e imagino que aquellos que no soportan los happy ends se parecen a esas gentes que, como dice Jesús Beades, “se sienten más cultos por ver El Séptimo Sello en vez de Regreso al Futuro o por mirar […] un Rothko antes que una viñeta de Tintín”. En El hombre en busca de sentido, Viktor Frankl sostiene que “el vacío existencial se manifiesta sobre todo en un estado de tedio”.
Saber que la Providencia tiene un plan misterioso que no alcanzamos a comprender, por el que el bien que Dios quiere para nosotros puede revelarse de la forma más insospechada, permite ver la vida como una aventura apasionante en la que en cualquier momento se puede producir un giro argumental inesperado que nos brinde la alegría de un final feliz.
¿Ha sido en vano el ir y venir de Renzo y de Lucía desde que se ven obligados a separarse hasta que, contra todo pronóstico, y a pesar de la devastación producida por la peste, se reencuentran al final entre los miles de apestados que abarrotan el lazareto de Milán?
Miguel de Cervantes, que sabía algo de los sinsabores de la vida, y que no era un ingenuo engañado por convenciones narrativas ilusorias, no cayó jamás bajo el hechizo de las brujas del páramo. Sabía por experiencia propia “cómo sabe el cielo sacar, de las mayores adversidades nuestras, nuestros mayores provechos”. Y sus páginas sobrevuelan airosas el cielo de la literatura sin rozar en ningún momento el estado de tedio en que se manifiesta el vacío existencial.