sábado, 29 de junio de 2024

La antigua experiencia del hogar


Simone Weil murió de tuberculosis el 24 de agosto de 1943 en el Grosvenor Sanatorium de Ashford (Kent, Reino Unido), y dejó inacabado un manuscrito que se publicó póstumamente con el título Echar raíces. Las páginas de este libro lleno de luz escrito en una época de oscuridad contienen una reflexión en extremo lúcida, valiente y profunda sobre el alma humana, y sobre las fuentes en las que es preciso que beba para no morir de sed.

En dicha obra, Simone Weil sostiene que el arraigo constituye una necesidad del alma, una necesidad vital del ser humano: “Echar raíces quizá sea la necesidad más importante e ignorada del alma humana”. Según la autora, el arraigo consiste en la “participación real, activa y natural [de un ser humano] en la existencia de una colectividad que conserva vivos ciertos tesoros del pasado y ciertos presentimientos de futuro”, y de la que dicho ser humano recibe “la totalidad de su vida moral, intelectual y espiritual”.

Dicha colectividad recuerda al concepto de “comunidad ética” que utiliza Roger Scruton en su obra La cultura moderna, y que incluye no sólo a los vivos sino también a los muertos y a los no nacidos todavía. Allí donde Simone Weil descubre una necesidad del alma, Roger Scruton identifica una “necesidad psicológica”: “la necesidad de una comunidad ética”. Según Scruton, la “comunidad ética” comparte una “cultura común” a través de la cual el ser humano tiene acceso a una “visión ética” que da sentido a la vida (eleva la vida por encima de la naturaleza para situarla en el plano ético), que implica una educación moral (enseña “qué sentir”), y que constituye una fuente de sabiduría práctica (enseña “qué hacer”).

Simone Weil dice que “el desarraigo constituye con mucho la enfermedad más peligrosa de las sociedades humanas”, y que frente a él sólo cabe encontrar auxilio en lo que queda de tradición viva: “los islotes de pasado conservados vivos sobre la Tierra”. Frente a la situación de desarraigo que lleva a las almas a caer en una inercia similar a la muerte, o que las lleva a extender la enfermedad contribuyendo a su contagio, Simone Weil defiende que “lo que hay que preservar con celo en todas partes son las gotas de pasado vivo”, porque “no tenemos otra vida, otra savia, que los tesoros heredados del pasado y digeridos, asimilados, recreados por nosotros mismos”, y porque “de todas las necesidades del alma, [no existe] ninguna más vital que el pasado”.

Simone Weil y Roger Scruton coinciden en identificar la modernidad como la época en que las raíces del árbol comienzan a ser arrancadas del suelo moral común que constituía la cultura tradicional. “El Renacimiento […] separó cultura y tradición nacional”, dice Simone Weil. “El arte y la cultura comienzan a divergir […] en Europa desde el Renacimiento […] a causa de las turbaciones o el declive religioso”, dice Roger Scruton. Sea de ello lo que fuere, Simone Weil propone hacer frente al desarraigo mediante una educación que lleve a amar con toda el alma el bien, la verdad y la belleza (y “para una educación así [...] hay que buscar la inspiración [...] entre las verdades eternamente inscritas en la naturaleza de las cosas”). Por su parte, Roger Scruton sostiene la tesis de que frente al desvanecimiento de la comunidad ética, la “alta cultura” permite perpetuar siquiera en la imaginación la cultura compartida, y hace posible acceder a la “visión ética” del ser humano que los desarraigados han perdido: “recuperar por medio de la imaginación la antigua experiencia del hogar”.


martes, 18 de junio de 2024

Un enigma ante tus ojos


En el ensayo “Profesión de fe literaria”, Jorge Luis Borges sostiene que la poesía bosqueja siempre un alma, que la poesía es siempre confesión de un alma, y que a veces dicha alma es como un corazón que late en la hondura. En los poemas de Un enigma ante tus ojos (Númenor), de Marcela Duque, hay un alma deshojada, “fatigada de ilusiones”, que anhela “un amor inmarcesible”. Dios ha puesto en nuestros corazones un anhelo profundo de bien, de verdad y de belleza. Lo que define al alma es ese anhelo profundo. Por eso el corazón está inquieto como el fuego que intenta reunirse con las estrellas que giran por los cielos.

Marcela Duque quiere aprender a mirar. Christian Bobin ha escrito en las páginas de El Bajísimo: “La belleza viene del amor como el día viene del sol, como el sol viene de Dios […] Y si toda belleza pura procede del amor, ¿de dónde viene el amor? La belleza viene del amor, el amor viene de la atención”. Marcela Duque mira con atención el mundo, y descubre con asombro que “no hay nada que carezca de misterio”, porque el mundo es hechura de Dios, porque, como dice Léon Bloy, “cuando se está hecho a imagen y semejanza de Dios, no es posible privarse del Misterio”, y porque “lo visible es la huella de los pasos de lo Invisible”. Aprender a mirar significa también aprender a ver en lo visible la huella de los pasos de lo Invisible. Y requiere un “alma simple, / desnuda”, un alma que sea como la mano vacante de Ramón Gaya, “una mano, vacante, de testigo, […] / una mano desnuda, de mendigo”.

“Quizá cuando mi alma sea simple, / desnuda, más que el cuerpo que la envuelve, / aprenderé a mirar, ya sin preguntas, / la nueva transparencia de las cosas, / y entenderé el lenguaje en que me digan / al fin qué es eso que amo en lo que amo”.

“¿Y qué es la poesía si no es este / diálogo que mantengo con las cosas?”, se pregunta Marcela Duque en el poema “Conversación con el misterio” (¡qué maravilla de preguntas formula el alma una detrás de otra en las páginas de este libro maravilloso de preguntas poéticas!). Pero la poesía de Marcela Duque no sólo es el diálogo que mantiene con las cosas, sino el diálogo que mantiene con Dios. Porque el tú de Un enigma ante tus ojos es el Tú de Dios con el que Marcela Duque conversa. Y en el curso de esa conversación Marcela Duque roza siquiera “ese fulgor / eterno” en “lo íntimo / del alma”, al igual que San Agustín encuentra a Dios “en el interior de mi alma”, “en lo más íntimo de mi corazón” (Confesiones).

“Lo íntimo / del alma” es la región de la sabiduría, porque el móvil de la verdadera sabiduría es el amor al bien, a la verdad y a la belleza, y porque dicho móvil se halla en el corazón. La sabiduría que el alma de Marcela Duque anhela (“la sabiduría, nuestro anhelo, / por la que suspiramos y existimos”) no es la de los sabios “que tras muchos trabajos y ansiedades / se empachan de vacío”. La sabiduría que el alma anhela es gozo, es ebriedad, es alimento, es morada, es belleza, es Poesía. Es “la calma que acontece”, y es “un sosiego en que nos vemos imbuidos, / una atmósfera de luz que nos anega”.