El Cid es el arquetipo del buen vasallo, de ahí que se le llame “el Canpeador leal”. “¡Dios, qué buen vassallo, si oviesse buen señor!”, exclaman las mujeres y varones burgaleses que lloran asomados a las ventanas en los primeros versos del poema. El vínculo de vasallaje se establecía a través del juramento, y consistía en la lealtad que el vasallo tenía respecto de su señor. Ahora bien, el valor del juramento radicaba en el valor de la lealtad a la palabra dada, de tal forma que la lealtad del vasallo respecto de su señor no era otra cosa que la lealtad a la palabra dada. Rémi Brague dice que “la entera sociedad medieval reposaba sobre el juramento”, y que "los juramentos [...] eran lo que permitía la continuidad de la civilización". Tanto la lealtad a la palabra dada como el vínculo de vasallaje constituían, no una obligación legal, sino una obligación moral. El vasallo no era compelido a cumplir con dicha obligación por la ley, sino que su cumplimiento se fiaba al sentido del honor. Ello explica que el destierro decretado por el rey Alfonso no implique la ruptura del vínculo de lealtad, y que el Cid no deje de tener en ningún momento al rey Alfonso por “myo sennor natural”. Al entregarle en Valladolid un regalo de trescientos caballos enviados desde el destierro de parte del Cid, Minaya Álvar Fáñez y Pero Bermúdez le hacen saber al rey Alfonso que “Myo Çid el Campeador […] a vós llama por sennor e tiénes’ por vuestro vasallo”.
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