jueves, 30 de mayo de 2024

Dicen que tú eres uno de los nuestros

En el excelente artículo titulado “La crisis de la transmisión” (ABC Cultural, 25-5-2024), Gregorio Luri recuerda que podemos “encontrarnos a nosotros mismos en los textos de Platón, de Esquilo, de Calderón”, porque “los clásicos [...] nos muestran las permanencias antropológicas”. La ya clásica definición de “clásico” de Juan Ramón Jiménez hace hincapié en lo que dice Gregorio Luri: “Clásico, es decir, actual, es decir, eterno”. Por su parte, Ezra Pound sostiene que “un clásico es un clásico en razón de una cierta frescura eterna e irreprimible”.

Los clásicos son un espejo en el que vemos reflejada nuestra propia imagen en forma de enigma, y lo que dicha imagen dice en primer lugar son esas verdades, esos universales antropológicos, que, como explica Gregorio Luri, “los grandes hombres del pasado han podido haber visto en nosotros”. De ahí que, como defiende Roger Scruton, “el secreto de la vida pueda hallarse [...] en un libro [...] escrito hace miles de años en una lengua que ya nadie habla”.

Entendemos un poema compuesto en lengua sumeria hace más de cuatro mil años, y que ha llegado fragmentariamente hasta nosotros escrito en caracteres cuneiformes sobre tablillas de arcilla, porque nos reconocemos en la experiencia profunda del alma del ser humano que constituye su tema fundamental, y porque en el fondo hablamos el mismo lenguaje que en él se habla.


Las tablillas de arcilla babilónicas

en las que Gilgamesh lloró ante el cuerpo

de su querido amigo Enkidu muerto

—y en las que el alma humana es la que llora—,


el mar de hexámetros por el que Ulises

regresa a casa tras un largo viaje

—y que te ha de llevar quizá una tarde

otra vez a la casa que perdiste—,


el amor sin palabras de Cordelia,

tu rostro reflejado en este espejo

—un anhelo profundo de nobleza


eleva nuestros ojos hacia el cielo—,

dicen que hablamos una misma lengua,

dicen que tú eres uno de los nuestros.


sábado, 4 de mayo de 2024

Ejecutoria

Frente a (o por debajo de) la figura del caballero que Enrique García-Máiquez dibuja en Ejecutoria. Una hidalguía del espíritu, y que camina a contracorriente como en aquel anuncio de Chivas, se descubre la figura que se le contrapone, como el negativo fotográfico de la primera.

En el andén de la estación de ferrocarril de Toulouse en el que ve por primera vez a Rosa Krüger, Teodoro Castells exclama: “Cada uno tiene su agua clara, su agua de vida”. La hidalguía de espíritu es para Enrique García-Máiquez “su agua clara, su agua de vida”, “una visión pura”, “una estrella del cielo que puede guiarnos siempre y a la que poder arribar”, un ideal de excelencia que nos hace querer ser mejores, y que nos incita a elevarnos por encima de nosotros mismos hasta convertirnos en quienes estamos llamados a ser.

La figura que se contrapone a la del hidalgo no es la de Sancho Panza (que en las páginas de este libro queda para siempre ennoblecido por boca de la hija del autor con el título de don Sancho de la Panza), sino, en todo caso, la del pícaro, la del engañador, la del cínico, “resabiado, taciturno, esquinado, a la defensiva”, que ha perdido la inocencia como Lázaro de Tormes.

Un rasgo esencial del hidalgo de espíritu son sus raíces, de ahí que la figura que se le contrapone sea la del desarraigado. Tal y como dice Simone Weil, “un ser humano tiene una raíz en virtud de su participación real, activa y natural en la existencia de una colectividad que conserva vivos ciertos tesoros del pasado y ciertos presentimientos del futuro”. La hidalguía de espíritu es el tesoro que Enrique García-Máiquez defiende a pecho descubierto. El hidalgo de espíritu “recibe la totalidad de su vida moral, intelectual y espiritual” de la comunidad de grandparents & ancestors en la que hunde sus raíces, que le transmite el fuego encendido de las ideas del bien, de la verdad y de la belleza, y que conforman un árbol bibliogenealógico (tanto de sangre como de tinta) que le incita a estar a la altura.

El monstruo contra el que el poeta Enrique García-Máiquez blande su espada, y contra el que se bate con todo su corazón, es el nihilismo. También pelea para rescatar de sus garras a los desarraigados, que recuerdan al hombre de corazón atrofiado de que habla C. S. Lewis, que han sido despojados de la herencia moral, estética, intelectual y espiritual que les corresponde, y que deambulan ensordecidos ante la exigencia del torso de Apolo que nos sigue diciendo, como a Rilke: “Tienes que cambiar tu vida”.