En el excelente artículo titulado “La crisis de la transmisión” (ABC Cultural, 25-5-2024), Gregorio Luri recuerda que podemos “encontrarnos a nosotros mismos en los textos de Platón, de Esquilo, de Calderón”, porque “los clásicos [...] nos muestran las permanencias antropológicas”. La ya clásica definición de “clásico” de Juan Ramón Jiménez hace hincapié en lo que dice Gregorio Luri: “Clásico, es decir, actual, es decir, eterno”. Por su parte, Ezra Pound sostiene que “un clásico es un clásico en razón de una cierta frescura eterna e irreprimible”.
Los clásicos son un espejo en el que vemos reflejada nuestra propia imagen en forma de enigma, y lo que dicha imagen dice en primer lugar son esas verdades, esos universales antropológicos, que, como explica Gregorio Luri, “los grandes hombres del pasado han podido haber visto en nosotros”. De ahí que, como defiende Roger Scruton, “el secreto de la vida pueda hallarse [...] en un libro [...] escrito hace miles de años en una lengua que ya nadie habla”.
Entendemos un poema compuesto en lengua sumeria hace más de cuatro mil años, y que ha llegado fragmentariamente hasta nosotros escrito en caracteres cuneiformes sobre tablillas de arcilla, porque nos reconocemos en la experiencia profunda del alma del ser humano que constituye su tema fundamental, y porque en el fondo hablamos el mismo lenguaje que en él se habla.
Las tablillas de arcilla babilónicas
en las que Gilgamesh lloró ante el cuerpo
de su querido amigo Enkidu muerto
—y en las que el alma humana es la que llora—,
el mar de hexámetros por el que Ulises
regresa a casa tras un largo viaje
—y que te ha de llevar quizá una tarde
otra vez a la casa que perdiste—,
el amor sin palabras de Cordelia,
tu rostro reflejado en este espejo
—un anhelo profundo de nobleza
eleva nuestros ojos hacia el cielo—,
dicen que hablamos una misma lengua,
dicen que tú eres uno de los nuestros.