La diferencia fundamental entre la ley decretada por Creonte, que prohíbe dar sepultura al cadáver de Polinices, y las leyes de los dioses, que llevan a Antígona a desobedecer al rey, es la que existe entre la ley como expresión de la voluntad y la ley moral. “Las leyes no escritas e inquebrantables de los dioses”, que “no son de hoy ni de ayer, sino de siempre, y nadie sabe de dónde surgieron”, tal y como le dice Antígona a Creonte, constituyen la base moral que permite decir si una ley es justa o injusta. Dicha base moral es objetiva, apriorística y, por lo tanto, independiente de la voluntad, a diferencia de la ley entendida como expresión de la voluntad (ya sea de la voluntad del soberano, ya sea de la voluntad mayoritaria, en forma de consenso social).
La ley que se justifica tan sólo como expresión de la voluntad es propia de sociedades que carecen de dicha base moral, o, como dice Fukuyama, citado por José María Sánchez Galera, del “horizonte moral común en torno al cual puede construirse una comunidad”. La pérdida de dicha base moral es perturbadora, y, para regocijo de las que Paul Johnson llamaba “fuerzas malignas de la sociedad moderna”, aboca a la sustitución de los principios por ideologías, por el consenso social o por intereses de partido.
La tesis de que “la ley es la expresión de la voluntad general” fue acuñada por la Asamblea Nacional Constituyente francesa, en 1789, en el artículo 6 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. El vizconde de Chateaubriand reprocharía a los revolucionarios franceses no sólo las orgías sangrientas con que se inauguró la revolución, sino también la destrucción del “sentimiento moral”, que engendró “abortos monstruosos de una naturaleza depravada”. “¿Es así como entendéis la libertad?”, exclamó desde un balcón de París al paso de un grupo de revolucionarios que llevaban clavadas en sendas picas “dos cabezas desgreñadas y desfiguradas horriblemente”. “Los asesinos se pararon en frente de mí", escribe en sus Memorias de ultratumba, “y alargaron las picas, cantando, saltando y dando brincos para acercar a mi cara aquellas pálidas efigies. El ojo de una de las cabezas, que lo habían hecho saltar de su órbita, caía sobre el semblante del cadáver; la pica atravesaba la abierta boca, cuyos dientes mordían el hierro”.