lunes, 26 de diciembre de 2022

¿Es así como entendéis la libertad?


La diferencia fundamental entre la ley decretada por Creonte, que prohíbe dar sepultura al cadáver de Polinices, y las leyes de los dioses, que llevan a Antígona a desobedecer al rey, es la que existe entre la ley como expresión de la voluntad y la ley moral. “Las leyes no escritas e inquebrantables de los dioses”, que “no son de hoy ni de ayer, sino de siempre, y nadie sabe de dónde surgieron”, tal y como le dice Antígona a Creonte, constituyen la base moral que permite decir si una ley es justa o injusta. Dicha base moral es objetiva, apriorística y, por lo tanto, independiente de la voluntad, a diferencia de la ley entendida como expresión de la voluntad (ya sea de la voluntad del soberano, ya sea de la voluntad mayoritaria, en forma de consenso social).

La ley que se justifica tan sólo como expresión de la voluntad es propia de sociedades que carecen de dicha base moral, o, como dice Fukuyama, citado por José María Sánchez Galera, del “horizonte moral común en torno al cual puede construirse una comunidad”. La pérdida de dicha base moral es perturbadora, y, para regocijo de las que Paul Johnson llamaba “fuerzas malignas de la sociedad moderna”, aboca a la sustitución de los principios por ideologías, por el consenso social o por intereses de partido.

La tesis de que “la ley es la expresión de la voluntad general” fue acuñada por la Asamblea Nacional Constituyente francesa, en 1789, en el artículo 6 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. El vizconde de Chateaubriand reprocharía a los revolucionarios franceses no sólo las orgías sangrientas con que se inauguró la revolución, sino también la destrucción del “sentimiento moral”, que engendró “abortos monstruosos de una naturaleza depravada”. “¿Es así como entendéis la libertad?”, exclamó desde un balcón de París al paso de un grupo de revolucionarios que llevaban clavadas en sendas picas “dos cabezas desgreñadas y desfiguradas horriblemente”. “Los asesinos se pararon en frente de mí", escribe en sus Memorias de ultratumba, “y alargaron las picas, cantando, saltando y dando brincos para acercar a mi cara aquellas pálidas efigies. El ojo de una de las cabezas, que lo habían hecho saltar de su órbita, caía sobre el semblante del cadáver; la pica atravesaba la abierta boca, cuyos dientes mordían el hierro”.


sábado, 3 de diciembre de 2022

Surcos



El dinero desempeña un papel crucial en Surcos (1951). Su presencia es constante, obsesiva, obscena, como impúdico asunto de conversación desde el principio ("Ah, lo que da dinero es... Bueno, vosotros no lo entendéis. Pero lo que yo digo es que hay que ganar dinero como sea", dice Pepe), así como en escenas en las que los billetes adquieren la condición de protagonista, y en las que aparecen en todo momento como objeto de deseo, desde ese primer fajo traído celosamente por la madre desde el pueblo debajo de la falda. Pero el dinero no es aquí el "alto jornal" de Claudio Rodríguez. "Aquí el dinero se gana de otra manera, siendo espabilado", dice doña Engracia.

La promesa ilusoria de ganar dinero en la ciudad más fácilmente que en el pueblo ("En la capital le viene a uno la ganancia a las manos na más querer"), el prestigio deslumbrante que la ciudad posee a los ojos de los recién llegados, y el desprestigio que acompaña a la idea del pueblo, de los "paletos" (como se les llama de forma despreciativa) y de su mundo tradicional, arranca a los protagonistas no sólo del suelo natural del campo del que proceden, sino también del suelo moral que constituyen las ideas del bien, de lo decente o de lo correcto, cuya pérdida trae consigo el verdadero desarraigo que explica su deriva. "Puede perderse", dice el padre de forma premonitoria preocupado por su hija el primer día en la ciudad.

Al final, los personajes que sobreviven al desarraigo, y que no terminan hundidos en el sumidero de la ciudad, son el padre y el hijo pequeño (ambos Manuel Pérez), los más ingenuos, los menos espabilados, los que no se dejan corromper, los que todavía tienen escrúpulos, los menos dotados para la supervivencia según la ley de la selva que impera en la ciudad. Es el buen corazón lo que le impide al padre adaptarse con éxito al mundo de la ciudad, y lo que le permite reaccionar ante la degradación moral que amenaza con terminar de devorar a su familia. Lejos de suponer un baldón, la vergüenza que los padres sienten al final de la película es una afección propia de almas nobles. La historia del hijo pequeño es un descenso a los infiernos, desde cuyo último círculo asciende como Dante por la gracia del amor (no del amorío falso de cupletista) de una Beatriz de suburbio, una verdadera donna angelicata.