El título La casa de la vida no es original, sino que está tomado de la obra homónima de Dante Gabriel Rossetti, The House of Life, la colección de sonetos cuyo primer manuscrito fue sepultado por el pintor prerrafaelita en el ataúd de su mujer Elizabeth Siddal. Mario Praz satura su obra de referencias culturales, de igual forma que llena su casa de tesoros, porque pertenece a la estirpe de los escritores cultos, no ingenuos, que saben, como Rémi Brague, que la cultura es “un camino, siempre por recorrer, que nos lleva a una fuente lejana” (una fuente que se encuentra en el pasado), y para los que el significado de las palabras hunde sus raíces en la tradición cultural.
Mario Praz se refiere al soneto “Soul's Beauty” (“La Belleza del Alma”), de Dante Gabriel Rossetti, en unas páginas de recuerdos de infancia reveladoras, en las que se materializa en forma de alegoría el tema principal de la obra (y de la vida) que estamos leyendo, y que no queremos, o no podemos, dejar de seguir leyendo, a pesar de la creciente penumbra, mientras cae la tarde de junio al otro lado de la ventana abierta: “lo que verdaderamente le sedujo había sido Madonna Belleza, la que en el soneto de Dante Gabriele preside el trono bajo el arco de la Vida, y que encuentra todas las vías, todos los medios, para hacer prisionero a quien está destinado a servirla”.
En el amor de Mario Praz por los objetos del pasado rescatados de la trastienda de un anticuario de Via del Babuino, o de un ropavejero de Piazza della Rota o del anticuario Harris de Oxford Street, se descubre, no sólo el buen gusto, sino el amor de Mario Praz por la belleza, por Madonna Belleza, así como la tristeza, que le lleva a escribir una obra que es una elegía, por la desaparición de la belleza en nuestro mundo.
Las visitas a los anticuarios de Roma, de Florencia o de Londres se parecen a las de un fantasma elegante, educado, byroniano, o procedente de la Rusia del Ancien Régime, que regresa fielmente a las estancias clausuradas de un mundo abolido donde tiene su querencia, porque Mario Praz no pertenece, ¡gracias a Dios!, al mundo moderno, vulgar, plebeyo, democrático, no pertenece a esta “época en la que todo es de plástico”, en la que “todo es falso, todo es un sucedáneo”, a esta época “que no ama los colores puros” y que “llamaría increíble o heroica a una persona que simplemente cumpliese con su deber”. Para Mario Praz, como para Roger Scruton (también él un caballero de otra época), “la belleza es un valor real y universal, arraigado en nuestra naturaleza racional”, y también para él “el sentido de la belleza desempeña un papel indispensable en la configuración del mundo de los humanos”.
Mario Praz compara en varias ocasiones el amor por las cosas, por las cosas bellas, por los muebles mudos, inertes, pero no carentes de vida, por los libros, los espejos, las antigüedades, con el amor por los seres humanos. En una carta escrita en 1926, confiesa: “When I see a beautiful thing, I cannot resist it, I must have it: with mirrors, furniture and books, fortunately, it is only a matter of being able to afford them; with human beings, unfortunately, things do not go so smoothly”.
“¿Cómo se pueden amar pedazos de madera?”, le pregunta una amiga al coleccionista que ha dedicado una vida entera de devoción por la belleza a reunir los objetos que lo acompañan ahora en su casa de Via Giulia. Y unas páginas después reconoce que la dificultad que entrañan las relaciones humanas, y el dolor que depara el fracaso de las mismas, explican su devoción por las cosas: “Por esto, quizá, he puesto tanta parte de mi alma en el culto de cosas que a la mayoría les parecen carentes de vida, como los muebles, he pecado «venerando imágenes esculpidas»”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario