La Isla del Tesoro es una parábola, y su enseñanza moral coincide con las palabras del Evangelio de San Mateo: “Donde está tu tesoro, allí estará tú corazón”. ¡A qué precio había amasado el Capitán Flint su tesoro en la tierra, y qué precio no estaban dispuestos los piratas a pagar para hacerse con él! “¿Cuánta sangre y cuánto dolor, cuántas buenas naves hundidas en el fondo del mar, cuántos hombres valientes caminando por la tabla con los ojos vendados, cuántos cañonazos, cuánta vergüenza y mentiras y crueldad?”
Los piratas encarnan el mismo tipo moral que representan Macbeth, Fausto o el doctor Jeckyl, que pactan con el diablo a cambio de poder, y descubren que han sido engañados. Los piratas han vendido su alma a Belcebú a cambio de riquezas, y en el lugar de su pecho que antes le correspondía al corazón no queda ahora otra cosa más que el baúl del muerto del estribillo que ominosamente cantan a coro. Ellos son los quince hombres sobre el baúl del muerto: “Belcebú y la bebida acabaron con su vida...” Lo que salva a Jim Hawkins, al caballero Trelawney, al doctor Livesey y a los demás gentileshombres es que para ellos lo importante no es el tesoro.
Los integrantes de la tripulación del Capitán Flint conforman una banda de canallas, capaces de cualquier crimen, cegados por el deseo de hacerse con las setecientas mil libras del tesoro. Por el contrario, el caballero Trelawney, el doctor Livesey, el capitán Smollet y Jim Hawkins constituyen una “comunidad ética”, que comparte, y encarna, un ideal moral, el de los caballeros, los gentlemen o gentileshombres a que hace alusión Jim Hawkins en la primera página de la narración, y que está muy por encima de la avaricia que empuja a los piratas, hasta el punto de que desde muy pronto queda claro que a los héroes de esta novela no les mueve el afán de riquezas: “¡A la mar! ¡Al diablo el tesoro! Es la gloria del mar lo que me tiene hechizado”, escribe el caballero Trelawney antes de emprender el viaje.
Las virtudes que personifican los amigos de Jim Hawkins son las virtudes caballerescas, las mismas que conformaban el ideal aristocrático en la Grecia de Píndaro, las mismas que caracterizaban al héroe épico en la Edad Media: la valentía, el honor, la magnanimidad, el cumplimiento del deber y, por encima de todo, la lealtad a la palabra dada.
“He dado mi palabra de honor”, le dice Jim Hawkins al doctor Livesey a través de la empalizada, y, para rechazar la posibilidad impensable de no cumplirla, añade: “sabéis perfectamente que tampoco vos haríais semejante cosa; ni vos, ni el caballero, ni el capitán; y yo tampoco lo haré”. Javier Marías recordaba con razón uno de los proverbios preferidos de Robert Louis Stevenson: «Corazón Grande fue engañado. “Muy bien”, dijo Corazón Grande». Los piratas, como reconoce John Silver ante el doctor Livesey, “no son capaces de cumplir su palabra... no, ni siquiera suponiendo que se lo propusiesen; y, lo que es más, no se fiarían de la vuestra”.
Porque el asunto fundamental de La Isla del Tesoro no es la búsqueda del tesoro, sino el conflicto moral entre dos formas antagónicas de entender la vida: por un lado, la de los piratas, y, por otro, la de los caballeros. La pareja stevensoniana pirata-caballero coincide en todo con la española pícaro-hidalgo de nuestra literatura. La Isla del Tesoro no sólo es una novela de aventuras, sino también un libro de “ética puesta en acción, una cosmovisión vivida” —como diría Enrique García-Máiquez—, un canto a la nobleza de espíritu, cuya lectura implica una educación moral, y constituye una fuente de sabiduría práctica.
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